La disolución de la URSS
10/02/2024Hace poco más de tres décadas, el mundo vio cómo la bandera roja con la hoz y el martillo era arriada en el Kremlin para izar la de Rusia. El 25 de diciembre de 1991, luego de un lacónico anuncio de Mijaíl Gorbachov, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) dejó de existir.
Por Ronald León Núñez
Dos años antes, una multitud de alemanes orientales había derribado el ignominioso Muro de Berlín, hecho que despejó el camino a la reunificación de Alemania. El impacto de los llamados «procesos del Este europeo» retumba hasta la actualidad. Entre 1988 y 1991, una serie de revoluciones antidictatoriales –específicamente antiestalinistas– en la URSS y su área de influencia borró del mapa el ordenamiento de Estados que había impuesto la segunda posguerra. La principal conquista de la acción revolucionaria de las masas fue la destrucción de los regímenes estalinistas de partido único, liberándose de la opresión de terribles dictaduras contra el proletariado que constituían el más poderoso aparato contrarrevolucionario mundial.
La interpretación de los hechos sigue animando controversias, especialmente entre las izquierdas. No es ocioso. El balance de la experiencia que significó el surgimiento, degeneración y desaparición de la URSS, el primer Estado obrero de la historia, es ineludible para quienes continúan luchando para superar el capitalismo. Esto exige estudio y discusión, en primer lugar, de la naturaleza de los Estados y economías no capitalistas en el siglo XX.
La Revolución Rusa de octubre de 1917 implicó la conquista más trascendental para el proletariado. Fue la primera revolución obrera y socialista triunfante. La socialización de los principales medios de producción, reorganizados sobre la base de una planificación económica orientada a satisfacer las necesidades de las grandes mayorías y conducida democráticamente por los sóviets (consejos), puso los cimientos para un progreso material y cultural nunca visto.
Pero la derrota de la revolución europea, principalmente en Alemania, dejó aislada a la revolución en un país económicamente atrasado. El Ejército Rojo derrotó al Ejército Blanco y repelió la invasión de los ejércitos de 14 naciones que intervinieron para aplastar el poder soviético durante la conocida Guerra Civil rusa (1917-1922). Pero el costo fue terrible. Hasta 12 millones de personas murieron, entre ellas, los cuadros más probados del partido bolchevique. Los efectos combinados de la Primera Guerra Mundial y de la guerra civil dejaron la economía y el país en ruinas. Hubo hambrunas espantosas, incluso casos de canibalismo. El éxodo al campo debilitó las ciudades y dispersó el curtido proletariado que había protagonizado tres revoluciones. El aislamiento de la revolución en medio de una debacle económica favoreció el fortalecimiento de una casta burocrática –que encontró en Stalin a su principal exponente– que usurpó el poder de los sóviets y eliminó la democracia obrera en el partido y el Estado.
Para imponerse, la burocracia falsificó la teoría marxista. La ideología antimarxista del «socialismo en un solo país» implicaba, ante todo, la renuncia a la perspectiva de la revolución socialista mundial. Esa proposición nunca pasó de una teoría que justificaba las concepciones nacionalistas arraigadas en la burocracia soviética y de su principal interés, ampliar sus privilegios materiales. Esto se reflejó en el canon de la política internacional de la URSS: la «coexistencia pacífica» con el imperialismo, formulada en la segunda posguerra, pero aplicada desde antes. Así, la concepción de la lucha de clases fue sustituida por la utópica división mundial entre «dos campos»: los «Estados imperialistas» y los «Estados amantes de la Paz».
La colaboración con el imperialismo, en función del pretendido socialismo nacional, motivó la persecución y el asesinato de la mayoría de los dirigentes de 1917 que, por oponerse a esa teoría, fueron acusados por Stalin de estar «contra la victoria del socialismo en la URSS»[1].
En la década de 1930, sobre los cadáveres de decenas de miles de comunistas, anarquistas y socialistas, la contrarrevolución estalinista se había consolidado. Esto planteaba un hecho inédito: la degeneración burocrática de un Estado obrero.
En 1936, en medio del auge económico experimentado por la URSS[2], cuando los hechos parecían confirmar el acierto de las teorías y la política de la casta burocrática, León Trotsky publicó, en el exilio, un libro titulado La revolución traicionada. En esta obra analizó la degeneración y las contradicciones del Estado soviético, pero además pronosticó la restauración capitalista medio siglo antes de que ese proceso comenzara.
Él planteó que la base de los sorprendentes indicadores económicos debía buscarse en las conquistas establecidas por la revolución socialista de 1917, no en la política de la burocracia. Explicó que la camarilla del Kremlin mantenía esas bases sociales solo en la medida en que estas constituían la fuente de sus privilegios materiales, aunque paralelamente las socavaban poco a poco.
La propiedad social y la economía planificada permitieron que, en la década de 1940, la URSS saltara de ser un país materialmente atrasado a erigirse en la segunda potencia económica y militar del mundo. ¿Significa esto que, como aseguraban los burócratas, la URSS había alcanzado el socialismo? Trotsky rechazó categóricamente tal cosa. Caracterizó la URSS como un Estado obrero que degeneró a partir de que la burocracia estalinista, una excrecencia social ajena al proletariado, usurpó el poder político a los sóviets. Con ello, ese aparato dejó de ser un instrumento al servicio de la clase obrera y la revolución mundial para convertirse en lo opuesto, es decir, un instrumento de represión interna y un freno para cualquier proceso revolucionario internacional.
La dinámica de la casta burocrática en el poder llevaba a un sabotaje de la economía planificada y de las bases sociales del Estado obrero, puesto que la dirección económica no era discutida democráticamente por la clase obrera. Por eso, para el estalinismo, fue fundamental liquidar la democracia soviética e instaurar un régimen totalitario, que utilizó ampliamente métodos de guerra civil contra la clase trabajadora. Un régimen político –aunque sostenido sobre bases económico-sociales opuestas– gemelo al fascismo. En consecuencia, los planes económicos no buscaban responder a las necesidades de la clase obrera sino a los intereses mezquinos de la burocracia. En suma, bajo el estalinismo, la dictadura del proletariado instaurada en octubre de 1917 se transformó en una dictadura contra el proletariado.
La expropiación de la burguesía no había eliminado las clases, al contrario de lo que decía el estalinismo, sino que los privilegios de la burocracia eran tales que «los estratos superiores de la sociedad soviética viven como la alta burguesía de Estados Unidos y Europa»[3].
De hecho, la propia existencia de un Estado policiaco era demostración, por un lado, del atraso material de la economía soviética; por otro, prueba irrefutable de que nunca existió socialismo en la URSS. En primer lugar, porque la transición al socialismo presupone una amplia democracia obrera, esto es, el control por el proletariado de su propio Estado. En segundo lugar, porque el socialismo exige, a la par, la desaparición gradual del Estado en su rumbo al comunismo.
El «Estado obrero degenerado», con todo, era un elemento contradictorio dentro de la economía mundial dominada por el imperialismo. En algún momento, esa contradicción debía resolverse. O bien por una extensión de la revolución socialista a los países capitalistas más avanzados, o bien por la vía de la restauración capitalista en los Estados obreros.
En ese sentido, existían tres hipótesis para la evolución de esa formación económico-social contradictoria.
La primera era que una revolución dirigida por un partido revolucionario derrocase a la burocracia y regenerase el Estado soviético. Esto significaría, según Trotsky, una revolución en el régimen político, no en el carácter de clase de Estado, que comenzaría: «[…] por restablecer la democracia en los sindicatos y en los soviets. Podría y debería restablecer la libertad de los partidos soviéticos. Con las masas, a la cabeza de las masas, procedería a una limpieza implacable de los servicios del Estado; aboliría los grados, las condecoraciones, los privilegios, y restringiría la desigualdad en la retribución del trabajo, en la medida que lo permitieran la economía y el Estado. Daría a la juventud la posibilidad de pensar libremente, de aprender, de criticar, en una palabra, de formarse. Introduciría profundas modificaciones en el reparto de la renta nacional, conforme la voluntad de las masas obreras y campesinas. No tendría que recurrir a medidas revolucionarias en materia de propiedad. Continuaría y ahondaría la experiencia de la economía planificada. Después de la revolución política, después de la caída de la burocracia, el proletariado realizaría en la economía importantísimas reformas sin que necesitara una nueva revolución social»[4].
La segunda hipótesis consistía en que la contrarrevolución triunfase por medio de «un partido burgués» que restaurase el capitalismo. Esto hubiera significado una contrarrevolución social, no solo política.
Pero existía una tercera hipótesis: que la burocracia continuase en el poder por un período relativamente prolongado: «Es evidente –escribe Trotsky– que no puede pensarse que la burocracia abdicará en favor de la igualdad socialista […] en el futuro, será inevitable que busque apoyo en las relaciones de propiedad […] Los privilegios que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor; y el derecho de testar es inseparable del derecho de la propiedad. No basta ser director de trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora […]»[5].
Dicho de otro modo, si la clase obrera soviética no protagonizaba una revolución política que derrocara el estalinismo, pero al mismo tiempo salvaguardara las relaciones de propiedad no capitalistas, la restauración burguesa, tarde o temprano, sería un hecho: «[…] o la burocracia se transforma cada vez más en órgano de la burguesía mundial dentro del Estado obrero, derriba las nuevas formas de propiedad y vuelve el país al capitalismo; o la clase obrera aplasta a la burocracia y abre el camino hacia el socialismo»[6].
Desgraciadamente, se confirmó la última hipótesis.
Todos los procesos de revolución política antiburocrática en los ex Estados obreros fueron derrotados: Alemania oriental, en 1953; Hungría, en 1956; Checoslovaquia, en 1968; Polonia, en 1956 y 1980. Los pueblos del glacis se levantaron contra la tiranía, pero, traicionados por sus dirigentes, fueron sofocados por los tanques soviéticos y, luego, por el golpe militar de Jaruzelski. La derrota prolongó la existencia de la camarilla estalinista gobernante y, con ello, el camino hacia la restauración burguesa quedó allanado.
Puesto que las economías de los Estados obreros burocráticos, contradictorias con el capitalismo, siguieron siendo parte de una economía mundial controlada por el imperialismo, no tardó mucho para que entraran en crisis. En la década de 1950, el crecimiento se ralentizó. En las décadas de 1970 y 1980, el atraso tecnológico y la conducción burocrática de la economía hicieron que la productividad se desplomara. Poco antes de su desintegración, el PIB bloque soviético fue de US$ 2,6 billones, apenas la mitad del de EEUU. La burocracia, para salir del atolladero, no apeló ni a la democracia obrera ni a la expansión de la revolución, sino a las potencias imperialistas.
El comercio desigual con Occidente solo agravó la crisis. La respuesta de los teóricos de la coexistencia pacífica, entonces, fue estrechar las relaciones con el imperialismo, ahora por medio de los préstamos «baratos». De modo que los ex Estados obreros se hicieron dependientes del imperialismo por el mismo mecanismo de la deuda externa que conocemos en Latinoamérica.
A principios de la década de 1980, la economía del bloque soviético estaba casi destruida y la burocracia temía una posible explosión social. El imperialismo había penetrado, por medio de sus capitales, en todos los poros de la economía soviética. Rumania ingresó al FMI en 1972; Hungría y Polonia, en 1982 y 1986. Polonia detentaba la mayor deuda del mundo. En 1979, la deuda externa ascendía a 21.000 millones de dólares. En 1982, el país debía 28.500 millones de dólares a quinientos bancos y quince gobiernos occidentales. En 1986, la deuda polaca con los países capitalistas escaló a 31.300 millones de dólares, monto dos veces y media superior a las exportaciones totales anuales[7]. En 1990, la deuda neta de la URSS representó 135% de las exportaciones anuales[8]. El pago de intereses y amortizaciones equivalía a 29% de las exportaciones de la URSS y 47% de las del bloque del Este[9].
La conclusión de que la crisis económica no tenía salida llevó a la burocracia a plantearse la necesidad de la restauración como única manera de mantener sus privilegios.
En 1985, Mijaíl Gorbachov asumió el poder en la URSS. El nuevo secretario general ascendió patrocinado por la cúpula de la KGB con la misión de iniciar la transición al capitalismo. Este era el objetivo de la Perestroika. En 1986, el XXVII del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) inició el proceso de desmoste de toda la estructura del Estado obrero en tres sentidos principales: la liquidación de la propiedad socializada de los principales medios de producción; el fin del monopolio del comercio exterior; el fin de la economía planificada. El llamado «Programa de los 500 días», propuesto en 1990, planteaba una transición a la economía de mercado en ese plazo, por medio de la liberalización de precios, la desindustrialización, las privatizaciones. Luego apareció otro programa, titulado «Directrices básicas para la estabilización de la economía y la transición a una economía de mercado». En octubre de 1991, el G7 aceptó, a pedido de Gorbachov, el ingreso de la URSS en el FMI como miembro asociado. La restauración burguesa, de hecho, había comenzado mucho antes en la ex Yugoslavia y en China.
El estalinismo sostiene que fueron «las masas», con su movilización, las que posibilitaron la restauración del capitalismo. El grueso de la izquierda, incluso sectores del trotskismo, con matices, repite ese argumento. Esto es falso, por dos razones sencillas. En primer lugar, cuando comenzaron las protestas, la transición a la economía de mercado ya estaba a pleno vapor. Las masas soviéticas y del Este europeo no salieron a las calles para exigir el retorno del capitalismo y endiosar el mercado, sino para rechazar los efectos de la restauración burguesa, en curso desde 1986. Los pueblos, además de libertades democráticas, lucharon contra el desabastecimiento, la carestía, las pésimas condiciones de trabajo y existencia, flagelos acentuados con la Perestroika. En segundo lugar, si se acepta que las masas se movilizaron «contra el socialismo», es decir, si el capitalismo occidental gozaba de tanto prestigio entre el pueblo, no se explica por qué la propia burocracia anunció la Perestroika y todas las medidas restauracionistas justamente en nombre del socialismo.
Tampoco, eso es evidente, hubo una invasión miliar imperialista ni nada similar. Un estudio serio de los hechos muestra que el agente de la restauración fue la propia burocracia estalinista que, para mantener sus privilegios, decidió convertirse ella misma en nueva clase propietaria, socia menor del imperialismo. El proyecto restauracionista surgió de las entrañas de la nomenklatura. Lo mismo ocurriría después en Cuba y en Vietnam.
En nuestros días, todos los ex Estados obreros son países capitalistas, en todos rige la economía de mercado.
La restauración del capitalismo es el balance histórico del estalinismo. Ese es su legado. La restauración capitalista es la prueba del fracaso de la teoría del socialismo en un solo país y de la política de coexistencia pacífica con el imperialismo. La historia confirmó, en un período relativamente corto, que no existe ninguna posibilidad de llegar al socialismo en la arena nacional; que ese nuevo tipo de sociedad –superior en todos los sentidos al capitalismo– será mundial o no será. La realidad mostró, en definitiva, que la transición al socialismo es inconcebible sin un régimen político de amplia democracia obrera, puesto que la política contrarrevolucionaria de la casta burocrática en escala nacional e internacional, mina las bases económico-sociales de cualquier Estado obrero y, tarde o temprano, impone un retroceso hacia el capitalismo.
El pronóstico de Trotsky, aunque por la negativa, se confirmó. La burocracia no fue derrocada –aunque no por falta de combatividad obrera y popular– y la restauración capitalista se concretó. La nueva clase burguesa, servil al imperialismo, surgió de la anterior casta burocrática y se consolidó por medio del pillaje del Estado.
Pero la historia no se detuvo en ese punto. Pocos años después de iniciada la restauración, grandes movilizaciones populares y huelgas obreras consiguieron derrotar los regímenes estalinistas de partido único. El pueblo soviético y los pueblos del Este europeo conquistaron importantes libertades democráticas en esos países, tomaron revancha contra esas dictaduras totalitarias. Esto fue un avance, porque, aunque no hayan logrado impedir la restauración, liquidaron el aparato contrarrevolucionario más poderoso de la humanidad.
La restauración no demostró la superioridad del capitalismo ni el «fin de la historia», como predican los ideólogos del imperialismo; demostró el papel contrarrevolucionario del estalinismo. Por ello, sin hacer el balance histórico de esa corriente, es imposible acometer con éxito futuras revoluciones socialistas. Las nuevas generaciones no deben dejar piedra sobre piedra de la teoría, el programa, la metodología y la moral de los sepultureros de la Revolución Rusa.
En el tercio del planeta en el que el capitalismo fue expropiado, ahora señorean las leyes del mercado. Esto plantea, como antes de 1917, la necesidad de revoluciones socialistas. Los partidos comunistas que aún controlan países, como China, Vietnam, Corea del Norte y Cuba, en realidad dirigen Estados burgueses con mano de hierro. De «comunistas», esos partidos solo tienen el nombre. Nuevos octubres vendrán y ajustarán las cuentas.
Publicado originalmente no Suplemento Cultural de ABC Color
Notas
[1] Hasta la muerte de Stalin, en 1953, fueron fusilados al menos 800.000 opositores políticos.
[2] Mientras el mundo capitalista se hundía luego del colapso de 1929, la economía de la URSS creció 72% entre 1928-1937.
[3] TROTSKY, León: En vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Disponible en: <https://ceip.org.ar/En-visperas-de-la-Segunda-Guerra-Mundial,4787>, consultado el 22/12/2021.
[4] TROTSKY, León. La revolución traicionada. ¿Qué es y adónde va la URSS? Madrid: Fundación Federico Engels, 2001, p. 188.
[5] Ídem
[6] TROTSKY, León. Programa de Transición. La agonía del capitalismo y las tareas de la IV Internacional. Disponible en: <https://www.marxists.org/espanol/trotsky/1938/prog-trans.htm>, consultado el 21/12/2021.
[7] «La deuda externa de Polonia y las vías para superarla». Revista Comercio Exterior, vol. 37, n. 8, México, agosto de 1987, p. 682.
[8] En el momento de su desintegración, la URSS tenía una deuda exterior acumulada de cerca de 70.000 millones de dólares.
[9] Polonia, Checoslovaquia, Hungría, República Democrática de Alemania (RDA), Bulgaria y Rumania.