Entre lo nuevo y lo viejo. Reflexiones acerca del carácter de la independencia paraguaya en el contexto latinoamericano (1811-1840)
12/15/2023Between the old and the new: Reflections on the nature of Paraguayan independence in the Latin American context (1811-1840)
Por Ronald León Núñez, doctor en Historia Económica (USP).
Resumen: Este artículo discute el carácter de la revolución de independencia paraguaya, especialmente si se trató de un proceso eminentemente social o político.
Para ello, examina el grado de ruptura y continuidad, entendido de un modo dialéctico, que supuso la emancipación nacional en el terreno de las relaciones sociales de producción, concentrando la atención en las condiciones de existencia de las clases explotadas y, ante todo, relacionando el caso del Paraguay decimonónico con el proceso anticolonial latinoamericano y el contexto de su época histórica.
Palabras clave: Independencias hispanoamericanas; Independencia del Paraguay; Estructura social; Historia de América.
Abstract: This article discusses the nature of the Paraguayan Revolution of 1811, particularly analyzing whether it was primarily a social or political process. To this end, it dialectically examines the extent of the ruptures and continuities in social relations of production created by Paraguayan independence, focusing on the living conditions of the exploited classes and, above all, relating the case of nineteenth-century Paraguay to the broader Latin American anti-colonial process and the context of its historical epoch.
Keywords: Spanish American Revolutions; Paraguayan Independence; Social Structure; History of America.
Publicado originalmente en la revista científica Projeto História: Revista Do Programa De Estudos Pós-Graduados De História, 74, 67–94. DOI: https://doi.org/10.23925/2176-2767.2022v74p67-94
Introducción
El proceso de crisis y desintegración de los antiguos imperios ibéricos, principalmente el español, que derivó en las revoluciones de independencia y en la conformación de nuevos Estados nacionales durante el siglo XIX es, además de una materia apasionante, un laberinto historiográfico cargado de controversias (LYNCH, 1976; CHUST, 2010; GUERRA, 2010; HOBSBAWM, 2013).
Todavía existe mucho por estudiar y debatir, en el sentido de acercarnos a una comprensión general de este doble proceso continental y, en particular, desentrañar su expresión en la ex Provincia del Paraguay.
Indagaremos un interrogante recurrente pero fundamental: ¿hubo o no una revolución? Si admitimos que sí la hubo, ¿de qué naturaleza?, ¿cuáles fueron sus implicaciones y su alcance? Ante todo, nos interesa apuntar elementos útiles en la discusión acerca del carácter o contenido de la independencia paraguaya, precisamente, si se trató de un proceso esencialmente social o político. En otros términos, en cuál de estas esferas –que no concebimos como compartimentos estancos– se expresaron con más claridad las rupturas y continuidades con el depuesto orden colonial.
El abordaje del problema tendrá su punto de mira en los cambios en el terreno de la producción, concretamente en las distintas relaciones sociales que coexistieron durante el período independiente. Sin renegar del análisis político, superestructural, la atención estará puesta en la participación y condiciones de vida de los sectores explotados, discriminados, marginados por la sociedad de clases.
Entre las décadas de 1960 y 1970, en parte como respuesta a los postulados de la historiografía nacional-patriótica surgida en el siglo XIX, la tesis de que las independencias latinoamericanas supusieron meros cambios políticos, casi cosméticos, que dejaron intactas las estructuras económico-sociales, ejerció mucha influencia en medios intelectuales, especialmente en círculos de izquierda. De acuerdo con esta perspectiva, o no hubo revolución, o bien se trató de revoluciones derrotadas o incompletas, con poca o ninguna participación popular (FRADKIN, 2008), en definitiva, de “un conflicto de minorías para minorías” (BONILLA, 1972, pp.11-12).
En ese ambiente intelectual y político, el caso paraguayo fue presentado como “la única excepción” a una Latinoamérica decimonónica en la que las naciones independientes solo habían cambiado de amos. Autores dependentistas, como Richard Alan White y Andre Gunder Frank son referencias de esa lectura. El primero sostuvo que en Paraguay hubo una “revolución social radical” (WHITE, 1989, p.6). El segundo, que en ese país se puso en práctica la más extrema “política americana”, lo que permitió un desarrollo nacional “como ningún otro país latinoamericano de la época” (FRANK, 1973, pp.62-63). Este tipo de interpretaciones abonó la idea, muy influyente pero reñida con los hechos, de un supuesto Paraguay devenido en potencia económica e incluso industrial, o en vías de serlo, hasta el estallido de la Guerra contra la Triple Alianza (1864-1870) (CHIAVENATO, 1984).
No compartimos esta tesis. Nuestra hipótesis consiste en la caracterización del proceso de independencia de la ex Provincia del Paraguay de la metrópoli española, por el programa y la praxis de su clase dirigente, como una revolución eminentemente política, no de carácter social. En consecuencia, su naturaleza no difiere de las demás del continente. La particularidad del caso paraguayo reside en otras características que desarrollaremos adelante.
Revoluciones sociales y políticas
Estamos entre quienes sostienen que el proceso de ruptura con el colonialismo español en las Américas tuvo un contenido revolucionario. El carácter de esas revoluciones está relacionado con su período histórico: la época de las revoluciones democrático-burguesas, entre el último cuarto del siglo XVIII y 1848.
Ese contexto mundial planteó las bases materiales, las tareas esenciales y las limitaciones de los distintos procesos de transformación en ambas orillas del Atlántico. Desde luego, el alcance de la materialización de las tareas generales fue distinto en cada país o región. La ubicación de la lucha por la autodeterminación de las antiguas colonias americanas en el ciclo o era de las revoluciones burguesas (KOSSOK, 1989; HOBSBAWM, 2013) es importante para delimitar los rasgos esenciales que incidieron desigualmente en las particularidades.
Apegados a este enfoque, ¿qué distingue una revolución económico-social de una de naturaleza político-institucional?
El principal elemento distintivo de una revolución económico-social es el paso del poder del Estado de manos de una clase social a manos de otra con intereses opuestos. En otras palabras, se trata de un embate entre dos clases antagónicas. De acuerdo con el marxismo, un proceso así constituye la expresión más álgida de la lucha de clases, puesto que aspira conscientemente a instaurar nuevas formas de organización de la sociedad humana; es el puente de una formación económico-social hacia otra.
En la época de las revoluciones burguesas, la revolución política se traduce en una lucha por el poder el Estado –y esto es un rasgo común con las revoluciones sociales–, pero no entre clases antagónicas sino entre facciones de la clase propietaria. Las revoluciones de 1830 y 1848 en Europa son frecuentemente mencionadas como revoluciones políticas (ZARPELON, 2005).
En el caso de las independencias latinoamericanas, la definición de revoluciones económico-sociales no procede porque, en definitiva, su propósito no consistió en modificar la estructura social existente sino la superestructura, emprendiendo cambios institucionales o jurídicos en la medida estrictamente necesaria para acelerar la acumulación de la facción triunfante. En efecto, los sectores más sólidos de la naciente burguesía criolla nunca pretendieron cambiar las relaciones de producción ni ampliar derechos democráticos para los oprimidos, sino, luego de un periodo de vacilaciones, arrebatar el poder político a los españoles.
Las independencias no implicaron un nuevo régimen de producción ni alteraron la estructura de clases. Preservaron el predominio de modos de producción precapitalistas, combinados con embriones de trabajo “libre”. La explotación de fuerza de trabajo jurídicamente libre solo adquirió un peso relevante a finales del siglo XIX, producto de la combinación entre la presión social de “los de abajo” con las nuevas exigencias que imponía la globalización de la economía industrializada.
Esta visión no supone negar que las independencias propiciaron cambios sociales sino entender que estos se dieron, por norma, de manera gradual y controlada “desde arriba”. Si bien no se planteó acabar de cuajo con las relaciones precapitalistas de producción, es cierto que, de manera dialéctica, la autodeterminación política las fue erosionando, planteando las condiciones materiales para el desarrollo más o menos acelerado de un capitalismo nacional, aunque deformado y periférico desde su origen.
Proponemos, por lo tanto, definir a las independencias como revoluciones democrático-burguesas anticoloniales, una variante de las revoluciones democrático-burguesas consideradas clásicas. Admitir el carácter esencialmente político del proceso no implica un menosprecio de su impacto histórico ni de su capacidad transformadora. La derrota del colonialismo ibérico y el paso de un Estado colonial a Estados burgueses nacionales, su principal conquista histórica, supuso un cambio profundo y progresivo en el contexto del siglo XIX, independientemente del grado de resquicios jurídicos y/o institucionales del viejo orden español que, efectivamente, sobrevivió. Porque se trató de eso, de resabios de un sistema de subordinación colonial que había dejado de existir como tal.
Planteado sintéticamente este marco conceptual, conviene establecer, como punto de partida del estudio específico, la ubicación de lo que ahora conocemos como Paraguay en el conjunto de las posesiones coloniales de España en las Américas.
Marginalidad y doble dependencia
La conquista y colonización europea, que comienza con la fundación de Asunción en 1537, ocurre en el contexto de expediciones hacia el actual Perú. El fracaso de esa empresa obligó a los primeros españoles a transformar el fuerte en asentamiento definitivo, pese a su condición mediterránea y su lejanía con Potosí, el centro productivo y comercial más dinámico. El sometimiento de la población originaria sentó las bases de la economía colonial. Los primeros rubros de exportación fueron el azúcar y derivados, vino, aguardiente, ganados y tabaco (GARAVAGLIA, 2008, p.66). Desde 1630 hasta la crisis de la independencia, el producto por excelencia que ligará el Paraguay con el mercado interno colonial será la yerba mate, aunque siempre por intermedio de Santa Fe y luego de Buenos Aires (WHIGHAM, 2010).
De esa suerte, la columna vertebral de la economía provincial, que satisfacía lo principal de su consumo interno por medio de cultivos de subsistencia, fue la producción destinada a la exportación. En orden de importancia exportadora, después del llamado “té del Paraguay”, seguían el tabaco y las maderas aptas para la construcción. En la segunda mitad del siglo XVIII, la ganadería adquiere relevancia, impulsada por la expansión territorial de la provincia luego de la expulsión de los jesuitas y la incorporación de las antiguas misiones al control de Asunción. La producción de subsistencia respondía por cerca de 60% de la superficie sembrada (GARAVAGLIA, 2008), dato que ofrece una noción del peso social del campesinado pobre, mestizo, guaraní hablante y jurídicamente libre. Pero incluso la producción para el propio consumo estaba, en parte, vinculada con el mercado interno, combinándose con actividades artesanales rudimentarias, por medio del pequeño comercio o el trueque (POTTHAST, 2003).
En síntesis, no existía una economía natural. La producción de subsistencia y la orientada a la comercialización integraban una totalidad, aunque dominada por el polo exportador, actividad que concentraba más capital invertido.
Paraguay se encontraba entre los eslabones más débiles de la cadena de dominación colonial. La dificultad para ligarse al mercado externo no se debió fatalmente a la geografía, aunque este haya sido un factor importante, sino fundamentalmente a una doble dependencia tanto de la metrópoli peninsular como de las submetrópoli locales: Lima primero y Buenos Aires después. El control de la navegación en la Cuenca del Plata y el dominio de la aduana, por parte de la última capital virreinal, en detrimento del comercio del Interior, será un elemento clave en la dinámica independentista de Paraguay. Esa ubicación moldeó una de las provincias más pobres de la región, que tuvo en la marginalidad geográfica, económica y cultural, un elemento fundamental en el proceso de su formación histórica como nación.
Relaciones de producción durante la Colonia
En la dinámica de producir valores de cambio en la mayor escala posible, el colonizador debió hacerse con brazos de los cuales pudiera extraer el plustrabajo necesario no solo para “subsistir” sino, principalmente, para apropiarse del excedente que le permitiera enriquecerse. Esto nos conduce al examen de las distintas relaciones de producción.
Es necesario no incurrir en la simplificación que supone el debate acerca de si en el periodo colonial imperaban relaciones sociales puramente capitalistas o feudales. Si bien el proceso económico, a la postre, derivó en relaciones de producción e instituciones burguesas, una aproximación más precisa a ese problema muestra que, hasta fines del siglo XIX, en Paraguay y las ex colonias ibéricas, existió una combinación desigual de distintas relaciones de producción no capitalistas –basadas en la coerción extraeconómica– con expresiones de trabajo “libre”, aunque no asalariado en sentido estricto, desde la segunda mitad del siglo XVIII. En rigor, la explotación de fuerza de trabajo jurídicamente “libre” será hegemónica solo en el siglo XX.
En Paraguay, la combinación de distintas formas de extracción del excedente social, por parte de la metrópoli española y, desde 1811, por la naciente burguesía nacional, abarcó la temprana esclavitud de los indígenas; el sistema de encomiendas mitarias, que contenía elementos de servidumbre, pero en un contexto histórico distinto del caso europeo; las encomiendas yanaconas, una variante de la esclavitud “pura”; los pueblos de indios, organizados por autoridades religiosas o laicas con la finalidad de “regular” los efectos no deseados de las encomiendas, de modo a organizar el control, reproducción y apropiación de la fuerza de trabajo nativa; los mandamientos, mecanismo público de apropiación forzosa de la mano de obra indígena por parte de autoridades coloniales; la esclavitud de afrodescendientes, que a finales del siglo XVIII afectó cerca de 4% de la población total, en el contexto de una población considerada negra y mulata que representaba cerca de 11% del censo (TELESCA, 2008)[1].
El trabajo jurídicamente “libre” –peones yerbateros, peones de estancia, artesanos, etc. – surgía aquí y allí, coexistiendo con las relaciones sociales arcaicas que enumeramos. Por otra parte, como adelantamos, en el último tercio del siglo XVIII hubo un fortalecimiento social del campesinado pobre y libre (GARAVAGLIA, 2008, pp.221-227). El peso sociopolítico de esta pequeña y mediana burguesía rural, en estado incipiente, por supuesto, será decisivo durante la crisis de la independencia entre 1811-1813.
El final de la Colonia estuvo marcado por un relativo cambio en el panorama de marginalidad comercial, propiciado por las reformas borbónicas, un reordenamiento administrativo, pero fundamentalmente comercial-fiscal-militar, que no benefició únicamente a la metrópoli, sino también, aunque de un modo subordinado, a facciones de las clases propietarias nativas. Por ese motivo, a la larga, la élite criolla potenció sus aspiraciones de sacarse de encima el peso del monopolio político y comercial del Imperio español (MOREIRA, 2006). Así, la relativa libertad comercial creó una presión centrífuga, no al contrario. Entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, las élites metropolitana y nativa de Paraguay experimentaron una relativa bonanza, fruto de un comercio más fluido, pero la provincia siguió siendo marginal y sometida a la doble dependencia de la metrópoli y del puerto de Buenos Aires, ciudad que se benefició más que ninguna otra de la relativa apertura comercial.
Ese relativo auge económico aumentó las tensiones entre una burguesía nacional embrionaria, ávida de poder político, y el interés monopolista de la metrópoli hispana. Por otro lado, las clases trabajadoras de la provincia sobrevivían como siempre, dominadas por un puñado de familias de peninsulares y de terratenientes criollos que, con peso desigual, controlaban la economía local.
La crisis de la independencia
La invasión napoleónica de 1808 actuó como detonador de una crisis estructural de la monarquía española. Los sucesos de Bayona, como se sabe, dejaron acéfalo el trono hispánico y la crisis de poder exacerbó las tendencias desintegradoras en todo el Imperio. En la metrópoli, el pueblo llano empuñó las armas para repeler al invasor francés. En las principales ciudades de las Américas, surgieron Juntas de gobierno ante la ausencia de soberano en Europa, inspiradas en la idea de retroversión de la soberanía de los pueblos.
El 25 de mayo de 1810, la pujante burguesía comercial-estanciera de Buenos Aires depuso el poder político español y conformó una Junta Provisional Gubernativa (ANA-SH, v.211, n.2)[2]. Ese movimiento tuvo, por parte de Buenos Aires, un doble objetivo: emanciparse de España y, al mismo tiempo, retener el control de las provincias interiores del extinto Virreinato del Río de la Plata. El carácter del primer objetivo fue progresivo y legítimo. El del segundo, retrógrado, en la medida en que desconocía el derecho a la autodeterminación de ciertas naciones oprimidas, que aspiraban más autonomía local o bien emerger a la vida independiente en medio de la desintegración del régimen colonial.
En tal sentido, la Junta porteña, que había declarado fidelidad a Fernando VII, envió una circular a todas las provincias del Interior, en la que exigía reconocimiento de su autoridad hasta que cada región enviara sus delegados para incorporarse a un gobierno central con sede en Buenos Aires (ídem). La crisis en la Península y en la ex capital virreinal repercutió en la alejada Provincia del Paraguay. El gobernador español Velasco convocó una Junta General, que el 24 de julio de 1810 resolvió jurar lealtad al Consejo de Regencia (ANA-SH, v.211, n.6; ANA-SH, v.211, n.13). La Junta de Buenos Aires reaccionó despachando una “expedición auxiliadora” al mando de Manuel Belgrano, que penetró en territorio paraguayo en diciembre de 1810 y, luego de la defección del alto mando español, fue derrotado por militares criollos entre enero y marzo de 1811.
El régimen español en Paraguay, desacreditado por su actuación ante los porteños, fue depuesto el 15 de mayo de 1811 (ANA-SH, v.213A, n.1; ANA-SH, v.214; VELILLA, 2011), por medio de un alzamiento militar de la baja oficialidad criolla, orientada en la hora decisiva por el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, representante del ala más radical de la revolución de independencia. Velasco, sin control sobre las fuerzas armadas, había solicitado el auxilio de tropas portuguesas, en nombre de la causa monárquica en América. El general portugués Diogo de Sousa respondió al llamado del español asegurándole hasta mil soldados con artillería (ANA-SH, v.214). El 9 de mayo llegó a Asunción el teniente Diego de Abreu, emisario de Sousa. La probabilidad de una intervención militar portuguesa aceleró los planes de los patriotas. De hecho, la imputación del Cuartel a Velasco, antes de derrocarlo, fue su disposición a entregar la provincia a “una potencia extranjera que no la defendió con el más pequeño auxilio, que es la Potencia Portuguesa” (VELILLA, 2011, p.65).
Entre 1811 y 1813, los dirigentes paraguayos reivindicaron autogobierno y comercio libre ante sus pares de Buenos Aires. En ese periodo, el Paraguay no planteó ni separación ni un Estado propio ante los porteños, sino que “su voluntad decidida es unirse con esta ciudad y demás confederadas”, aunque de manera soberana, pues lo contrario supondría “cambiar unas cadenas por otras y mudar de amos” (ANA-SH, v.214, n.7). Los enfrentamientos con el gobierno de Buenos Aires se intensificaron (ANA-SH, v.222, n.4). La intransigencia de la ciudad-puerto, que no reconocía derechos nacionales ni eliminaba las viejas trabas coloniales al comercio de la provincia, provocó crisis políticas en la élite paraguaya. En esa coyuntura, signada por la inestabilidad, emerge la figura del doctor Francia como ideólogo y dirigente independentista. Este interregno será, también, el periodo de auge de la revolución anticolonial en Paraguay.
La República
En 1813, el gobierno de Buenos Aires despachó a Nicolás Herrera rumbo a Asunción para persuadir a los paraguayos de “las ventajas del vínculo de anexión” (CHAVES, 1959, p. 205) y, en caso de oposición, amenazar con un nuevo impuesto al tabaco y hasta el uso de la fuerza.
La Junta paraguaya respondió que solo un “Congreso General de toda la provincia […] mucho más completo que el anterior” (ANA-SH, v.222, n.4.) podría determinar las relaciones con Buenos Aires. El Congreso General, en efecto, comenzó el 30 de septiembre de 1813. Este hecho puede ser considerado el hito principal de la independencia paraguaya. Como consta en un oficio del gobierno paraguayo del 30 de junio de 1813, el criterio la convocatoria fue amplio, insólito para la provincia y para la región:
[… que el] número de sufragantes no baje de mil individuos de votos enteramente libres y sean naturales de esta provincia […] de todas las villas, poblaciones, partidos y departamentos de su comprensión a proporción de sus respectivas populaciones y que sus nombramientos sean no por señalamiento o citación de determinadas personas, sino por elecciones populares y libres en cada uno de dichos lugares por todos, o la mayor parte de sus respectivos habitantes; que estas diligencias y convocatorias para el efecto [sean] como de asunto puramente civil y dirigido al libre uso y ejercicio de los derechos naturales y libres, inherentes a todos los ciudadanos de cualquier estado, clase o condición que sean (ídem)[3].
Por supuesto, no se contempló el sufragio femenino ni el de los indígenas de los pueblos, mucho menos el de los negros esclavizados o libres. Podían ser electos únicamente los varones casados, o los solteros con más de 23 años. Con todo, el elemento democrático de la convocatoria es evidente. La inexistencia de un criterio explícitamente censitario mereció aclaraciones de la Junta a algunos comisionados de los pueblos del Interior.
Las cualidades que se requieren en los sufragantes del Congreso General […] no penden del calzado ni de otros adornos exteriores que no teniendo la menor conexión con las circunstancias que constituyen el carácter de un hombre de bien y honrado patriota (ANA-NE, v. 3409)[4].
No se conoce la concurrencia ni la composición social efectivas de ese cónclave, pero lo cierto es que, disipadas las expectativas de una unión justa con Buenos Aires, el Congreso de los “mil diputados” resolvió “no enviar ahora diputados de esta provincia a la Asamblea formada en Buenos Aires”[5], al mismo tiempo en que promulgaron oficialmente el origen de la República del Paraguay (ANA-SH, v.222, n.3).
El Congreso de 1813 fue un punto de inflexión en el proceso independentista paraguayo: la proclamación de la República independiente implicó una doble y definitiva ruptura política tanto con la metrópoli española como con la estrategia centralista de Buenos Aires.
El advenimiento de la República, pese a sus limitaciones intrínsecas, fue un hecho muy significativo. En el contexto del siglo XIX, implicaba un régimen político progresista, en oposición a los caducos gobiernos monárquicos o ambiciones realistas, que disputaban el escenario sociopolítico con el ideario más avanzado de las revoluciones burguesas clásicas. El Imperio de Brasil, basado en un arcaico régimen de transferencia hereditaria del poder, será el contrapunto político a las Repúblicas sudamericanas[6].
En el plano interno, la República implicó la consagración de la política nacionalista del doctor Francia, representante del programa asentado en “no mudar de amos”, allanando el camino hacia su poder unipersonal.
La tendencia independentista encontró terreno fértil, en buena media, debido a la postura inflexible de Buenos Aires. Así, la embrionaria burguesía nacional paraguaya tenía, en 1813, básicamente dos alternativas: someterse al control de la burguesía porteña, consintiendo un papel de socia menor; o bien emprender el camino de la independencia absoluta. Esa disyuntiva terminó fracturando el inestable “frente patriota” surgido en 1811. Las facciones propietarias tradicionales, más ligadas al comercio externo, se inclinaban hacia un improbable compromiso con Buenos Aires. Ese sector, en la hora crucial, expresó una actitud vacilante ante el problema de la emancipación.
Esta dinámica de clases supuso que la tarea de garantizar la independencia nacional – consolidación de un aparato estatal, esto es, ejército y finanzas propias, y delimitación de un mercado interno–, así como la resolución del histórico problema de la ligazón directa con el mercado mundial –defensa del principio de la libre navegación de los ríos y el cuestionamiento del monopolio aduanero porteño–, recayera en manos de un sector no tradicional de propietarios, compuesto por estancieros ricos aunque relegados de los puestos importantes de poder, medianos chacreros, pequeños comerciantes de las villas, etc. Sintéticamente, por una facción de la burguesía y pequeñoburguesía rural menos dependiente del comercio exterior y relativamente interesada en el mercado interno, dedicada a la ganadería y a la pequeña producción mercantil. Debido a su ubicación, esos sectores sufrían menos el impacto de la interrupción o irregularidad del comercio, provocada por las vicisitudes políticas en el Plata.
El doctor Francia no emergió como representante de los sectores más pobres y oprimidos –los negros esclavizados e indígenas reducidos, cerca de 40% de la población–, que no estaban movilizados, sino de propietarios rurales que no detentaban poder político ni el prestigio de las “cien familias” principales de la ex provincia, pero estaban deseosos de ascender socialmente.
La llegada al poder de Rodríguez de Francia, El Supremo, respondió a un momento crítico de la independencia paraguaya y, al mismo tiempo, marcó el ápice de la participación democrática en el proceso que se había iniciado en 1811.
Medidas de la revolución
Para determinar el carácter de la revolución, es indispensable un análisis, aunque sintético, de sus principales medidas.
La más importante tuvo carácter político: la independencia nacional. Una nación que había sido conquistada por la fuerza, explotada y oprimida durante casi tres siglos, se sacudió el yugo colonial impuesto por una monarquía absolutista europea. Esta fue la conquista fundamental de la revolución.
La defensa de la autodeterminación nacional –entendida, por supuesto, como protección de sus intereses de clase dominante– fue un rasgo distintivo de los gobiernos paraguayos anteriores a la Guerra contra la Triple Alianza. En efecto, los gobiernos y el régimen de la República hasta 1870, aunque dictatoriales, policiacos y antipopulares, sostuvieron una actitud nacionalista y una política económica proteccionista. El historiador Guido Rodríguez Alcalá señala que “…el crecimiento económico de aquellos tiempos [refiriéndose al mandato de Carlos A. López] se logró sin endeudamiento externo y concesiones a factores de poder internacionales” (ALCALÁ, 2016).
Esa política se expresó, ante todo, en la reivindicación permanente de la libre navegación de los ríos interiores, “sin sujeción a ninguna traba arbitraria de impuesto, registro, puerto preciso, derecho de tránsito u otra cualquier invención semejante” (ANA-SH, v.237, n.10), como escribió el Dictador Francia en 1825. La insistencia sobre ese problema indica el interés histórico de la burguesía nacional en estado embrionario por ligarse al mercado mundial, aunque de modo independiente de los intereses regionales de Buenos Aires y Rio de Janeiro.
La combinación entre el peligro externo y la dinámica interna de la disputa entre las clases y sectores de clase presionó e hizo que los dirigentes paraguayos –el Dictador Francia y, en menor medida, los López– fueran más allá de sus intenciones iniciales y, con ello, profundizasen las tareas de la revolución democrático-burguesa-anticolonial, al menos si lo analizamos en su entorno regional.
Falto de la renta proveniente del comercio exterior, hostilizado tanto por porteñistas como por federalistas, el régimen de Rodríguez de Francia apeló a una serie de multas y confiscaciones de tierras y bienes de conspiradores, reales y supuestos, ligados a la tradicional oligarquía de la ex provincia –que planearon asesinarlo en 1820–: la Iglesia católica, además de opositores españolistas, porteñistas, artiguistas, etc. Estas medidas, en sí mismas, no fueron excepcionales. La confiscación fue un arma largamente utilizada en las Américas contra individuos o sectores sociales considerados realistas o reaccionarios. Lo singular del caso paraguayo es que las propiedades confiscadas a los desafectos de la independencia no se vendieron o repartieron, se estatizaron.
Esto último puso los cimientos para una política agraria nacionalista. A finales de la década de 1820 –luego de la expropiación de los conspiradores (1821), de la Iglesia católica (1824), y de aquellos dueños que no presentaron títulos de propiedad (1825)–, el Estado concentró más de la mitad de las tierras de la región central. Hacia 1840, con la incorporación de la región chaqueña al patrimonio estatal, cerca de 80% de la tierra había sido nacionalizada. Durante el gobierno de Francia, además, se fortaleció un sistema de empresas estatales agropecuarias llamadas Estancias de la República. Otra parte de las tierras nacionalizadas se destinó a familias campesinas, que accedieron al usufructo de las mismas por medio de un sistema de arrendamientos que generó rentas al Estado y contribuyó para una producción agrícola mejor diversificada y a la colonización de regiones menos pobladas. Los arrendamientos se concedían a precios moderados y sin término fijo. El pago al Estado era anual (ALCALÁ et al., 2010). La condición básica consistía en ocupar efectivamente las parcelas, cultivarlas, o destinarlas a la cría de ganado (ALCALÁ et al., 2009).
El Estado nacional implementó una política mercantilista, basada en la prohibición de la exportación de metales preciosos y control del comercio exterior (ANA-SH, v.223, n.4; ANA-SH, v.240, n.2)[7]. El gobierno reguló el comercio interno y externo de los principales rubros de la economía rural del país: la yerba mate, el tabaco, los cueros. Los primeros dos productos siguieron representando más de 90% de las exportaciones, es decir, la economía continuó siendo primaria (SILVA, 1978, pp.212-213). Las mercaderías importadas eran vendidas en las llamadas Tiendas del Estado (ANA-SH, v.240, n.12; ANA-SH, v.243, n.7).
Francisco Doratioto dimensiona esa política estatista y proteccionista: “O Estado guarani era dono, em meados do século XIX, de quase 90% do território nacional e praticamente controlava as atividades econômicas, pois cerca de 80% do comércio interno e externo eram propriedade estatal” (DORATIOTO, 2002, p.44).
En síntesis, la burguesía nacional embrionaria, debido a su debilidad, debió apoyarse en un Estado “fuerte”, intervencionista y proteccionista que, frente a la escasez de recursos y el constante peligro externo[8], puso en marcha una política mercantilista: acaparamiento del metálico disponible; control estatal de los principales rubros de exportación; regulación y participación directa en el mercado interno. El Estado, en ese caso, cumplió mucho del papel que hubiera correspondido a una clase dominante consolidada.
El supuesto “igualitarismo” del doctor Francia
La propuesta de una “revolución radical” en el Paraguay del siglo XIX está relacionada con la discusión acerca del supuesto “igualitarismo” del régimen del doctor Francia, una idea con mucha aceptación en el imaginario de ese país.
Lo notable es que esa caracterización ha sido sostenida tanto por historiadores liberales como por autores nacionalistas de izquierda. Los primeros, para denostar ese periodo histórico; los segundos, para rendirle pleitesía (NÚÑEZ, 2019).
Reconocidos estudiosos liberales sostuvieron que “la Dictadura produjo la completa nivelación de la sociedad paraguaya” (CARDOZO, 1988), o bien que Francia “fue un tremendo igualitario. Las diferencias sociales le irritaban” (BENÍTEZ, 2010). Carlos Pastore, de igual tendencia historiográfica, apuntó: “mitayos, yanaconas y mestizos no asimilados se nivelaron a las clases superiores en ciertos aspectos de la vida” (PASTORE, 2008).
Por su parte, autores reconocidamente de izquierda, proponen que el doctor Francia habría instaurado “una sociedad basada en principios de justicia, igualdad, y equidad”, sustentada en la “unidad racial y social”, puesto que “se había retornado, en medida importante, al tekojoja [igualitarismo] de los guaraníes” (FOGEL, 2017). Además del sentido apologético, nótese aquello de “unidad racial…”, un concepto que por lo general alude al predominio del “mestizo” pero que, por su superficialidad, en la práctica contribuye a invisibilizar el elemento indígena y afrodescendiente en la formación e identidad nacionales.
Otros académicos hablan de una “dictadura plebeya”, en la cual reinaría un “indiscutible consenso social” (MAESTRI, 2015, pp.114,124). O bien que, entre 1813 y 1840 existió un “gobierno popular” que “logró una gran igualdad social…”, a punto tal que “las clases sociales se fueron diluyendo en el Paraguay” (ROJAS, 2017, pp.117,135).
Esas afirmaciones carecen de fundamento. Ni Francia era igualitarista ni las clases sociales se “diluyeron” durante su mandato. Es una premisa anacrónica, por lo tanto, falsa.
Las confiscaciones de una parte de la clase propietaria y las nacionalizaciones, comúnmente utilizadas como prueba de un supuesto régimen popular entre 1813 y 1840, no superaron la sociedad de clases ni la economía mercantil, ni hubieran podido hacerlo, puesto que las condiciones materiales para tales empresas inexistían en el siglo XIX.
Las nacionalizaciones, así como el conjunto de medidas proteccionistas, sentaron las bases para un desarrollo más o menos sólido de un modelo de acumulación capitalista estatal, no de un “protosocialismo”, como proponen ciertos autores (CORONEL, 2011, p.61). En la primera mitad del siglo XIX no estaba planteado, objetivamente, otro tipo de organización social que no fuera la sociedad burguesa. El igualitarismo social, una tarea imposible en la producción mercantil, es inconcebible en ese periodo histórico.
Tampoco existe comprobación de que se “erradicó” el latifundio o se “aniquiló a la oligarquía” (FOGEL, 2017, p.12). Entendemos que las confiscaciones fueron medidas necesarias contra facciones de la elite que, en la práctica, se opusieron a la independencia. Pero la represión de Francia fue selectiva. Estuvo enfocada en individuos o familias de “conspiradores”, con estirpe y mucho poder económico, pero no fue –ni podía ser– una represión contra el conjunto de las clases propietarias.
Es un hecho que los propietarios, rurales o urbanos, que no cuestionaron el régimen nunca fueron molestados por el Dictador. Lázaro Rojas Aranda[9], uno de los hombres más ricos del Paraguay, nunca fue incomodado. Don Carlos Antonio López, próspero hacendado que se retiró al interior, tampoco. Está claro que no solo no se aniquiló a la oligarquía, sino que un sector de estancieros sostuvo el gobierno de Francia, porque, al fin y al cabo, su régimen dictatorial se transformó en garantía de estabilidad política y social.
Esto remite, una vez más, a la discusión acerca de la base social del doctor Francia. La literatura nacionalista de izquierda a menudo sostiene que Francia alcanzó el poder por medio de los “delegados rurales” en el Congreso de los “mil diputados”.
Algunos autores recurren a una crónica del comerciante británico John P. Robertson, que vivió en Asunción, en la que se refiere al influjo de Francia entre “las clases más bajas” durante los meses anteriores al Congreso de 1813:
[Francia] recibía visitas secretas de la mayoría de los granjeros y propietarios de peso del campo; él alentaba las aspiraciones de hombres que jamás habían soñado con adquirir el poder anteriormente; él era solo dulzura y condescendencia con las clases más bajas de la sociedad y solo altivez con las más altas (COONEY, 2012, p.198).
Por más que Robertson menciona a “granjeros y propietarios de peso”, la idea de que Francia representaba a los pobres del campo, o que en 1813 la campaña se impuso a la ciudad, se consolidó en el relato nacionalista.
El problema para una definición apoyada en el materialismo histórico-dialéctico se presenta cuando en la formulación “el campo” se engloba a los pequeños propietarios pobres, a los campesinos sin tierra que vivían como “tolerados” en lotes ajenos, al peón agrícola “libre”, a los indígenas reducidos, o a los negros esclavizados, junto con “propietarios de peso”, esto es, con terratenientes como José Miguel Ibáñez, un militar que en 1816 fue el diputado que defendió la propuesta de declarar a Francia “dictador perpetuo con calidad de ser sin ejemplar” (ANA-SH, v.226, n.1). Ibáñez, junto con Manuel Gamarra, era el latifundista más rico de Concepción.
A propósito, los delegados de gobierno y comandantes militares que Francia nombró en el interior eran propietarios de tierras y ganado (BENÍTEZ, 2010, p.266). El propio Policarpo Patiño, que se desempeñó como secretario personal y mano derecha del Dictador, era un empresario productor-comerciante de yerba de San Pedro de Ycuamandiyú. El inventario de bienes de Patiño, que cayó en desgracia y se suicidó tras la muerte de Francia, incluía cuantiosas tierras, casas, y esclavizados (VERÓN, 2018).
Si consideramos los hechos, la base social del doctor Francia no puede definirse a la ligera como “popular” o “plebeya”. Tampoco es correcta la idea de que su régimen expresó los intereses de las clases subalternas.
El proceso guiado por el doctor Francia no se basó en la participación activa del pueblo llano. Ni los sectores “plebeyos” y “populares” participaron de manera directa de los acontecimientos ni la revolución fue hecha en su nombre. El mismo día que el poder español fue derrocado en Paraguay, por ejemplo, un edicto impuso un toque de queda que prohibía cualquier reunión de “tres personas juntas, y ni una de ellas de las clases de Negros y Pardos […]” (VELILLA, 2011, p.28).
Al considerar las distintas relaciones de producción que el Estado independiente heredó la Colonia, es notorio que los cambios estructurales fueron lentos. La abolición jurídica de la encomienda, una relación social desalentada por las propias autoridades españolas desde finales del siglo XVIII, ocurrió en 1812. Sin embargo, los indígenas reducidos –alrededor de 30% de la población– continuaron segregados en sus pueblos, controlados por “corregidores” blancos y sujetos a la obligación de acudir como fuerza de trabajo, en general gratuita, ante cualquier requerimiento del Estado. La disolución de los últimos 21 pueblos de indios, que declaró a los nativos “ciudadanos” libres y, en el mismo acto, sentenció que el Estado se adueñara de las tierras, el ganado, y otros bienes de las reducciones, ocurrió en el tardío año de 1848 (ANA-SH, v.282, n.24). Esta medida obedeció al incremento de la demanda de fuerza de trabajo que exigía el comercio exterior[10] y a la necesidad de fortalecer el ejército como forma de protección de un Estado capitalista en proceso de consolidación.
Podría argumentarse que el doctor Francia, aunque no lo hubiera puesto en práctica, adhería ideológicamente a un programa igualitarista. Esto es improbable. Ninguna noción de igualitarismo está presente en los escritos del Dictador. Por el contrario, en partes de su correspondencia oficial puede notarse cierto desprecio hacia la población originaria.
En agosto de 1839 escribió a su comandante de frontera sobre la relación que debía mantener con tribus locales que, puede suponerse, se presentaron en busca de socorro y, sin saber siquiera a qué nación o parcialidad pertenecían, observó:
Esos indios haraganes y por no querer trabajar, andarán muertos de hambre y vienen a ver si consiguen algo de balde, lo que no se debe hacer porque es mal imponerlos [malacostumbrarlos], pues no quieren vivir sino robando cuando pueden como haraganes salteadores […] Ya otras veces, en iguales circunstancias que han venido, les he dicho decir claramente que si padecen hambre es porque son haraganes y que así trabajen como se hace por acá y no les faltará qué comer. Pero no les has preguntado lo que correspondía, lo primero, de qué nación eran, lo segundo, a qué fin o para qué querían traer esas mujeres y criaturas, y lo tercero, por qué quieren que se le dé el aguardiente, el toro y la carne. Si es de balde, se les debe decir que por acá nada se pide ni se da de balde y que todo se vende y se compra (ANA-SH, v.244, n.2).
Luego, alerta y ordena: “pero se estará con todo cuidado, [por] si acaso se desmandan, para destruir a balazos a los varones, reservando [perdonando] las mujeres y criaturas” (ídem).
Los afrodescendientes, cerca de 10% de la población, continuaron sometidos a la esclavitud luego de la independencia. Todos los esclavizados confiscados a los españolistas, a los conspiradores o a la Iglesia católica no fueron liberados, sino que pasaron a ser propiedad del Estado, que los utilizaba en las obras públicas y en las Estancias de la República. El propio Dictador poseía esclavizados domésticos (ANA-SH, v.242, n.9), y no dudaba en atacar a sus enemigos acusándolos de “mulatos” (ANA-SH, v.243, n.12).
En 1813, Francia confinó a centenas de negros y “pardos” en Tevego, una localidad inhóspita del extremo norte del país. El nuevo pueblo de negros debía contribuir a la “pacificación de la frontera”, sirviendo de “antemural” frente a las terribles incursiones que los indígenas guaycurúes, comúnmente alentados por los portugueses, realizaban sobre el poblado de Concepción. Irritado por la necesidad de enviar raciones desde Asunción al nuevo asentamiento de negros, el doctor Francia se quejaba constantemente de la “desidia o pereza natural que los hace indolentes” (TELESCA, 2013, p.52). Las condiciones de ese alejado lugar eran tan duras que, poco después, el propio Dictador utilizó Tevego como destino de destierro para “pardos” y criminales comunes.
El proceso de abolición de la esclavitud negra –aunque sin el peso social que tuvo en Brasil, las Antillas o en el sur de EEUU, por supuesto–, fue lento y controlado desde arriba. En noviembre de 1842, el gobierno de Carlos A. López dispuso la libertad de vientres de las esclavizadas (ANA-SH, v. 252, n. 9). El decreto estableció que, a partir del 1 de enero de 1843, los hijos de esclavizadas pasarían a ser llamados “libertos”. Pero esa ley no liberó a nadie. Los nacidos antes de esa fecha mantuvieron su condición de esclavizados. Y los “libertos” fueron obligados servir a “sus señores como patronos”: los varones hasta los 25 años y las mujeres hasta los 24. Así, la libertad solo llegaría en 1866-1867, cuando el Paraguay estaba ya en plena guerra (ANA-SH, v.340, n.6). Ignacio Telesca recoge el dato preliminar de cerca de 9.000 hijos e hijas de esclavizadas nacidos entre 1843 y 1867. Esto indica el peso de la esclavitud antes y durante la Guerra contra el Paraguay (TELESCA, 2008). La abolición jurídica de la esclavitud negra debió esperar hasta el 2 de octubre de 1869, medida que cupo al gobierno instalado por los Aliados en la Asunción ocupada.
La realidad, contraria al mito del “consenso social”, muestra que existía una sociedad de clases que ni siquiera había eliminado jurídicamente la coerción extraeconómica. Durante el mandato de Francia, eran comunes las “levas” de “vagos, holgazanes o mal entretenidos” para someterlos a trabajos forzados en las obras públicas (ANA-SH, v.229, n.9). El trabajo gratuito se extendía a los presos comunes y llegaba hasta el ejército.
Por otro lado, si abordamos la cuestión de la participación política de los sectores populares en el modelamiento del nuevo Estado y régimen independiente, podrá observarse un periodo de auge, hasta 1814, seguido de un declive que correspondió con las propias fases de consolidación de la burguesía nacional en el poder.
Si para los congresos generales de 1813 y 1814 fueron convocados “mil diputados”, electos en las villas por el sufragio masculino, sin criterios censitarios, para el de 1816, que proclamó a Francia Dictador Perpetuo, el llamado se restringió a 250 representantes. Una vez que Rodríguez de Francia se hizo con el poder supremo, jamás convocó otro Congreso nacional. En el Congreso de 1842 participaron 400 diputados (ANA-SH, v.252, n.6). En el de 1844 ese número se redujo a 300 (ANA-SH, v.266, n.5.), y la denominada “Ley que establece la Administración Política de la República del Paraguay” limitó los próximos congresos a 200 diputados, incorporando por primera vez la condición de ser “propietarios”. En 1856, la representación en los congresos se redujo a 100, cerrando todavía más el círculo palaciego, puesto que tanto elegidos como electores debían ser propietarios (CHAVES, 2011, p. 221). Esto revela un continuo retroceso en cuanto a la participación popular “democrática” y a la representación política institucional desde 1816.
Ninguna revolución burguesa, debido a su propia naturaleza de clase, aspiró jamás a una completa democratización de la sociedad. Mucho menos pretendió algún tipo de igualitarismo. Por tratarse de una clase minoritaria, la burguesía tuvo que apelar y apoyarse, en mayor o menor grado, en el pueblo llano. En algunos casos llegó incluso a hacer –o le fueron arrancadas– concesiones de libertades formales. Pero su estrategia consistió invariablemente en imponer su dominio para explotar económicamente, a través del modo de producción capitalista, al resto de la nación. A nuestro juicio, no debe perderse de vista este concepto.
Por otro lado, el análisis del carácter de clase del Estado, régimen y de la base social del doctor Francia y de los López, si bien es fundamental para entender el período independiente, en sí mismo no resta importancia a la convocatoria democrática de los congresos nacionales de 1813 y 1814, en los que se inició de modo explícito el proceso independentista. Tampoco disminuye el significado de la derrota política de la oligarquía tradicional, las llamadas “cien familias”, a manos de otra facción de la burguesía y pequeña burguesía rural en estado embrionario, más interesada en la producción nacional y en el mercado interno, liderada por una figura oriunda de la pequeña burguesía urbana. Esto, a la larga y en el contexto del siglo XIX, se reveló como un hecho progresivo que garantizó la soberanía nacional en su momento más crítico.
Consideraciones finales
El estudio de la evidencia disponible revela que el proceso de la independencia paraguaya no puede ser caracterizado como una revolución social, sino como un movimiento anticolonial que modificó la superestructura política controlada por la metrópoli española, para abrir paso a otra de carácter nacional-independiente, sin modificar sustancialmente las relaciones de producción ni de propiedad entre las distintas clases sociales ni alterar la ubicación del nuevo Estado-nación en la división internacional del trabajo.
La singularidad de la independencia paraguaya, por lo tanto, no reside en el radicalismo de sus cambios estructurales. De hecho, conviene señalar que ese proceso es incomparable, en cuanto a programa social y participación popular, a la revolución haitiana, entre 1791 y 1804, o al movimiento armado de indígenas y campesinos pobres que se puso en marcha con el Grito de Dolores de 1810, en el Virreinato de Nueva España. El Paraguay tampoco fue la “primera” República de Sudamérica, como insiste el nacionalismo vernáculo. Aunque efímera, la primera República que rompió explícita y definitivamente con Fernando VII fue la de Venezuela en 1811.
El rasgo distintivo del caso paraguayo radica en el modelo proteccionista de acumulación capitalista centrado en el Estado y, ante todo, en la amplia nacionalización de la tierra y el control del comercio exterior, que surgió con la independencia, producto de una combinación excepcional de factores objetivos y subjetivos. La singularidad estriba en que se trató de una vía de desarrollo económico diferente al laissez faire, estimulado desde Europa y asumido por los principales gobiernos de la región.
Con todo, la independencia paraguaya no representa un caso separado, ajeno al proceso anticolonialista continental. Su emancipación política fue parte integrante de ese proceso general. En otras palabras, su suerte siempre dependió del desenlace del embate global con la metrópoli. Esta premisa evita incurrir en el error conceptual –propiciado principalmente por la historiografía nacionalista y dependentista– de pensar el Paraguay del siglo XIX como una especie de isla.
El paso de un Estado colonial controlado por la metrópoli a un Estado independiente fue un cambio político profundo. En el contexto de las independencias latinoamericanas, uno de los procesos de descolonización más significativos de la historia moderna, ese cambio fue ciertamente revolucionario. Pero esa revolución, punto de partida del nuevo régimen nacional, no alteró la estructura social ni la cotidianeidad de las clases populares, marcada por la explotación de su fuerza de trabajo y toda suerte de penurias. Tal es nuestra conclusión central.
La distinción entre revolución social y política que hemos desarrollado no debe interpretarse con determinismo. Si bien toda revolución social, por su alcance, es al mismo tiempo política, no toda revolución política es social. No obstante, esta premisa no autoriza suponer que las revoluciones políticas no acarrean cambios en las economías y sociedades.
Un razonamiento de esa índole es objetable. Principalmente, porque parte de una extrapolación de determinados elementos y la omisión o menosprecio de otros igualmente relevantes. Ningún proceso colectivo es lineal ni existen revoluciones puras. Existe una relación contradictoria, dialéctica, entre continuidad y discontinuidad. En el Paraguay y otras antiguas provincias sobrevivieron la esclavitud negra, las reducciones de indígenas, y el cuerpo normativo de Las Siete Partidas. En la medida que lo nuevo siempre emerge y se entrelaza con lo viejo, en todas las independencias hubo elementos de continuidad. En los EEUU, escenario de una de las revoluciones de independencia más avanzadas, la esclavitud negra siguió legalizada hasta 1865. Pero ese aspecto formal, sin carecer de importancia, no define el proceso, no es cualitativo. Lo determinante es que el Estado metropolitano perdió el control político de las colonias.
En el caso las ex colonias americanas, la conquista de la autodeterminación nacional suponía una precondición para liberar fuerzas productivas y, con ello, generar las condiciones materiales para allanar el camino a cambios en las relaciones sociales de producción –que en contexto del siglo XIX no podían ser otras que aquellas que sirvieran de puntal para la sociedad burguesa–. En los espacios coloniales, a diferencia de Europa, la primera tarea de la revolución democrático-burguesa consistía en garantizar la independencia nacional. El orden surgido en Paraguay entre 1811 y 1813, en cierta medida, fue heredero tanto de la revolución como de la Colonia. El nuevo régimen no dudó en mantener determinadas tradiciones arcaicas para legitimar nuevos fines. Las relaciones de producción precapitalistas pervivieron, pero en el contexto de un lento proceso de erosión. El carácter tardío de su desaparición se debió, ante todo, a la ausencia de rebeliones o explosiones sociales protagonizadas por “el común”, hecho que permitió que la extinción de relaciones sociales caducas fuera gradual y lenta.
Pero si la resistencia a la desaparición de las relaciones sociales no capitalistas representó la contradicción, en forma de resquicios o excrecencias, la esencia del proceso está en que la revolución democrático-burguesa anticolonial del siglo XIX, si bien fue política, en una escala de tiempo más o menos larga posibilitó cambios sociales que en el período colonial eran impensables. Así se expresó el mutuo condicionamiento dialéctico entre lo político y lo social, esferas diferentes, con tendencias y ritmos distintos, pero interrelacionadas.
Fuentes Manuscritas
Archivo Nacional de Asunción – Sección Historia, volúmenes: 211, 213A, 214, 222, 223, 226, 229, 237, 240, 242, 243, 244, 252, 266, 282, 340.
Archivo Nacional de Asunción – Nueva Encuadernación – volumen 3409.
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[1] La población considerada negra y mulata representaba el 11% de la población y casi 50% de la ciudad de Asunción a finales del siglo XVIII (TELESCA, 2008).
[2]ANA-SH. Archivo Nacional de Asunción – Sección Historia.
[3] Destaques nuestros.
[4] ANA-NE. Archivo Nacional de Asunción – Nueva Encuadernación.
[5] Se refiere a la Asamblea del Año XIII, o Asamblea General Constituyente y Soberana del Año 1813, disuelta oficialmente en 1815. El propósito fue declarar formalmente la independencia de España y promulgar una Constitución. Ninguno de estos objetivos fundamentales se cumplió. La independencia de la actual Argentina fue proclamada en 1816.
[6] En 1822, tras la derrota de movimientos anticoloniales y republicanos atomizados, la independencia brasileña surge como producto de un pacto preventivo operado por dentro del propio Imperio portugués, por el cual la excolonia quedó gobernada por una monarquía de la misma dinastía que reinaba en la antigua metrópoli.
[7] El castigo a los infractores consistía en una multa equivalente al valor extraído, pudiendo implicar incluso la prisión.
[8] La independencia paraguaya no fue reconocida formalmente sino hasta 1844, por parte del Imperio del Brasil, y en 1852 por la entonces Confederación Argentina.
[9] Lázaro Rojas Aranda fue el padrino de Francisco Solano López, al que designó luego como principal heredero.
[10] El flujo comercial experimentaría un auge a partir del reconocimiento de la independencia paraguaya por parte de la Confederación Argentina y la liberación del comercio por el río Paraná, luego de la batalla de Caseros, en 1852.