El capítulo más radical de la revolución de independencia en México
11/22/2023El Grito de Dolores, punto de partida de la guerra de independencia mexicana, permite reflexionar sobre uno de los procesos anticoloniales del siglo XIX que contó con mayor actuación de las masas populares, quizá solo comparable con la revolución de los esclavos negros en Haití. Las lecciones que brinda el estudio de la primera fase (1810-1815) de este movimiento insurgente cobran especial importancia en la actualidad.
Por Ronald León Núñez
El virreinato de Nueva España era la más valiosa posesión colonial de Madrid. En el siglo XVIII, la producción de plata saltó de 5.000.000 de pesos en 1702 a un pico de 27.000.000 en 1804. Las minas mexicanas producían 67% de toda la plata de las Américas. Guanajuato se erguía como principal productora del planeta, responsable de un total anual equivalente a 17% de los metales preciosos del continente. La ruta comercial Manila-Acapulco-Manila ligaba el mundo hispánico con Oriente. No es exagerado sostener que España tenía más que perder en México que en cualquier otro sitio de América. Este hecho, sumado a las características de la insurrección separatista mexicana, explica la determinación –y la saña– con la que operó la represión realista.
La minería y una obscena desigualdad en la tenencia de la tierra propiciaron la concentración de alucinantes fortunas privadas en manos de la oligarquía peninsular y criolla. La Iglesia católica era una poderosa terrateniente, prestamista y succionadora de impuestos. La mayoría de la población, sin tierras y desocupada, sobrevivía en la miseria. Entre 1720 y 1810, México sufrió diez crisis agrarias donde la escasez de maíz –y la especulación de precios– generó hambrunas atroces. Si en 1790 la fanega de maíz[1]costaba entre 16 y 21 reales, el precio de la misma medida en 1811 había aumentado a 36 reales. Las masas indígenas y mestizas –82% de la población– estaban prisioneras en una situación de barbarie. El hambre, las humillaciones y la desesperación propiciarían su entrada en la escena política. La dominación colonial se nutría de esta desigualdad social. De acuerdo con el historiador hispanista británico John Lynch: «México era una pura colonia. Los españoles dominaban a los criollos, estos a los indios, y la metrópoli explotaba a los tres…»[2].
Como en el resto del continente, el colapso de la monarquía hispánica en 1808 exacerbó los intereses autonomistas de sectores locales de la burguesía y la pequeña burguesía, abarcando individuos del bajo clero y mandos medios de la milicia. Si bien ellos integraban la institucionalidad colonial, estaban deseosos de ascender socialmente y tenían un contacto más cercano con las penurias del pueblo. No tardaron en comenzar las primeras conspiraciones contra la metrópoli.
El 16 de setiembre de 1810, en el pueblo de Dolores, el padre Miguel Hidalgo y Costilla convocó a indígenas y mestizos a levantarse contra «el mal gobierno» de las autoridades virreinales. La Conspiración de Querétaro –de la que participaba junto con los capitanes Ignacio Allende y Juan Aldama– había sido descubierta. Sus miembros debían actuar con premura. En medio de la confusión, el párroco de Dolores no dudó en apelar a las masas. Convocó a sus feligreses y, según la tradición, exclamó: «¡Viva la América!, ¡viva Fernando VII!, ¡viva la religión y mueran los gachupines!»[3]. Todavía se discute si habló de independencia, pero el sentido de su llamado a la rebelión colisionaba frontalmente con el poder colonial y sus socios criollos. Un contingente de inconformes comenzó una marcha armada hacia la capital. Ni el propio Hidalgo imaginaba la dinámica que tomarían las fuerzas sociales que acababa de convocar.
En los primeros días del levantamiento tomaron San Miguel el Grande y Celaya. El 23 de setiembre, más de 23.000 rebeldes llegaron a Guanajuato. Cinco días después, las tropas realistas y las familias de notables españoles se acuartelaron en un almacén de trigo conocido como la Alhóndiga de Granaditas. La multitud tomó la posición por asalto, matando a cientos de españoles. Guanajuato fue saqueada. El 17 de octubre, los insurgentes entraron en Valladolid. A finales de ese mes, cuando se presentaron en las inmediaciones de la ciudad de México, las fuerzas rebeldes sumaban alrededor de 80.000 combatientes. Se estima que 60% de los insurgentes eran campesinos pobres y un semiproletariado agrícola eminentemente indígena. Carecían de instrucción militar y pocos contaban con algo más que arcos y flechas, lanzas, machetes y piedras[4].
En la batalla del Monte de las Cruces, el ejército insurgente derrotó a las tropas enviadas por el virrey Francisco Xavier Venegas. La capital, casi desguarnecida, estaba a la vista de los rebeldes. Allende insistió en avanzar. Pero Hidalgo tomó una decisión que los historiadores todavía discuten. Ordenó retirarse rumbo al Bajío, región de la que había salido en setiembre. Un error histórico. Una vacilación fatal no solo para la fase más avanzada de la revolución sino para él mismo. La insurgencia nunca más retomaría la ofensiva.
Los realistas persiguieron a un bando rebelde confuso y en retroceso, que fue alcanzado el 7 de noviembre y derrotado en la batalla de Aculco. El 17 de enero de 1811, un ejército de más 100.000 milicianos –el mayor contingente militar reunido en suelo mexicano desde la conquista europea– fue destrozado en la batalla del Puente Calderón. Ante el desastre, Allende despojó a Hidalgo del mando militar.
El 21 de marzo de 1811, en plena retirada, Hidalgo y toda la plana mayor insurgente cayeron en una trampa y fueron capturados. El cura de Dolores fue sometido a un doble juicio, eclesiástico y militar. El Tribunal de la Santa Inquisición lo acusó de herejía, apostasía y sedición. El proceso militar lo condenó a muerte por alta traición. Al amanecer del 30 de junio, fue fusilado. Los realistas exhibieron su cabeza, junto con las de Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, en una esquina de la Alhóndiga de Granaditas, donde permanecieron por diez años.
Un breve análisis del programa y la dinámica de clases permite entender mejor el auge y la derrota de esta primera campaña de la guerra anticolonial en Nueva España.
Hidalgo pareció estar consciente de que el movimiento no contaba con más base social que aquella que la masa campesina e indígena pudiera aportar. En ese sentido, el cura de Dolores dictó una serie de medidas que, aun cuando carecía de condiciones para ejecutar, estaban orientadas a demarcar el carácter de clase del levantamiento armado y, con ello, cohesionar sus tropas y reclutar más seguidores entre el pueblo llano: abolió el tributo al que estaban sometidos los indígenas; abolió la obligatoriedad del papel sellado; eliminó las restricciones para la producción de pólvora; con relación al problema agrario, ordenó la devolución de las tierras que pertenecían a las comunidades indígenas para que fueran destinadas al cultivo; además, dispuso que los jueces recogieran inmediatamente el importe adeudado por los arrendamientos de esas tierras y que ningún indígena fuera obligado a arrendar sus parcelas[5]; por último, abolió la esclavitud bajo pena de muerte: «… todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte, la que se le aplicará por transgresión de este artículo»[6].
En Aguacatillo, el padre José María Morelos y Pavón, que había sido comisionado por Hidalgo para liderar la rebelión en el sur, eliminó las castas: «a excepción de los europeos, todos los demás habitantes no se nombrarán en calidad de indios, mulatos ni otras castas, sino todos generalmente americanos»; eliminó los tributos: «nadie pagará tributo, ni habrá esclavos en lo sucesivo, y todos los que los tengan serán castigados»; condonó las deudas de cualquier nativo: «todo americano que deba cualesquiera cantidad a los europeos, no está obligado a pagarla; y si fuere lo contrario, el europeo será ejecutado a la paga con el mayor rigor»; dictó que los empleos públicos fueran ocupados únicamente por americanos[7].
Estas medidas hicieron que hasta los criollos con fuertes inclinaciones autonomistas se opusieran a la revolución, pasándose abiertamente al bando del gobierno colonial. El avance de las «hordas de indios» –considerados indolentes y borrachos por los blancos–, que en cada ciudad dejaba una marca de matanza de peninsulares, confiscaciones de propiedades, saqueos, instauración de la ejecución sumaria de los enemigos de la revolución, etc., causó (con razón) completo pavor en la mayor parte de los criollos.
En efecto, el ejército a las órdenes de Félix María Calleja, el brigadier español que derrotaría a Hidalgo –y luego sería nombrado Virrey–, no solo se financió en buena medida con el apoyo de los dueños de minas en San Luis Potosí y Zacatecas, sino que contó con un alto número de oficiales criollos.
Esta dinámica de clases llevó a la revolución a un extremo que superó las intenciones de Hidalgo, y ni hablar del moderado Allende, proveniente de una rica familia comerciante.
Seis de los nueve hombres que dirigieron el tribunal que llevó a Hidalgo al patíbulo fueron criollos. Esta es una lección histórica importante, que dice mucho sobre la conformación de las actuales burguesías nacionales. El realismo nunca hubiera podido derrotar este capítulo de la revolución –y retener a México como colonia una década más– sin el concurso de una fuerte facción de criollos propietarios, aterrorizados por la insurrección de las «gentes sin razón». En otras palabras, buena parte de los americanos acaudalados temían más la anarquía del «populacho» que a sus colonizadores europeos. Entre «la nación» y sus propiedades, optaron por lo segundo.
La ejecución de Hidalgo debía servir como escarmiento para que al pueblo no se le olvidara cuál era su lugar. Los realistas pensaron que ese castigo ejemplar suponía un final a tanta insolencia. En realidad, era el comienzo de su fin. La revolución no había sido derrotada. El legado de Dolores –a pesar de los graves errores militares de Hidalgo y de su cristiano arrepentimiento antes de ir al paredón[8]– siguió vivo en miles de campesinos, peones rurales y mineros indios y de otras castas. Un entramado de grupos guerrilleros, al mando de caudillos militares, continuaría hostigando el poder colonial: Ignacio Rayón; Manuel Félix Fernández; Vicente Guerrero; los Matamoros; la familia Bravo. Además, había un nuevo líder dispuesto a continuar la lucha sobre nuevas bases: el cura José María Morelos.
Este hombre reorganizó un ejército menos numeroso, pero mejor preparado. Entre 1812 y 1813, lograron dominar ciudades como Oaxaca, Cuautla y Acapulco. Morelos elaboró un programa político que contemplaba la independencia –prescindiendo de la mención a Fernando VII y negando la autoridad de las Cortes de Cádiz–; la supresión de las diferencias de castas; y la división de las grandes propiedades, sobre todo las de la Iglesia.
El célebre documento titulado «Sentimientos de la Nación», presentado en el Congreso de Anáhuac, responde a dos problemas fundamentales: «que la América es libre, independiente de España y de toda otra Nación, Gobierno o Monarquía»[9]; y «que la Esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de Castas, quedando todos iguales»[10].
Un documento atribuido a Morelos establece medidas que expresan el choque entre clases durante la revolución: «Deben considerar como enemigos de la nación y adictos al partido de la tiranía a todos los ricos, nobles y empleados de primer orden, criollos y gachupines, porque todos estos tienen autorizados sus vicios y pasiones en el sistema y legislación europea […] la primera diligencia es informarse de la clase de ricos, nobles y empleados que haya, para despojarlos en el momento de todo el dinero y bienes raíces o muebles que tengan, repartiendo la mitad de su producto entre los vecinos pobres de la misma población, para captarse la voluntad del mayor número, reservando la otra mitad para fondos de la caja militar»[11].
Pero los sectores criollos más poderosos no querían independencia en estos términos. Aislado, Morelos fue capturado, condenado a muerte, y fusilado en diciembre de 1815. La insurgencia se mantuvo activa, aunque dispersa y muy debilitada, limitándose a la táctica guerrillera. La independencia sería alcanzada en 1821 a través del Plan de Iguala, sostenido por el Ejército Trigarante –las tres garantías eran la religión católica, la independencia y la unión entre los bandos en guerra–. Pero la separación de la metrópoli se concretó sobre la base de la derrota de la insurrección popular y ese hecho imprimió su impronta conservadora. Iturbide, antiguo oficial de Calleja, estableció un gobierno monárquico, protector de la propiedad oligárquica y de los fueros de militares y eclesiásticos. Llegó al colmo de invitar al rey Fernando VII o algún otro infante europeo a ocupar el trono.
El caso de México es particularmente significativo para la conocida discusión acerca del grado de participación popular en las independencias. El común abrazó la causa de la independencia no en el sentido que después le dio la literatura patriotera, sino cuando identificó esa tarea con su redención social, es decir, con la posibilidad concreta de mejorar sus condiciones de existencia. Más allá de la independencia, luchó por la tierra, el pan, el fin de las relaciones serviles y esclavistas, a pesar de las innumerables vacilaciones y traiciones de sus dirigentes burgueses o pequeñoburgueses.
La experiencia mexicana, al menos en su inicio, es una de las pocas en las que la batalla anticolonial adquirió contornos de lucha entre clases y no entre sectores de las clases propietarias. Los indígenas, esclavos negros, peones y demás sectores dominados de la sociedad colonial dirigieron sus acciones –y su furia– contra todos sus explotadores, sin distinguir entre peninsulares o nacidos en América. Los ecos de esa empresa libertadora resonarían un siglo después en el estallido de una nueva revolución.
Publicado originalmente en El Suplemento Cultural de ABC Color
Notas
[1] Una fanega de maíz pesa aproximadamente 65 kilos.
[2] John Lynch: Las revoluciones hispanoamericanas [1808-1826], Barcelona, Ariel, 1976, p. 330.
[3] Término despectivo con el que se denominaba a los españoles en México.
[4] Gisela Von Wobeser: «Los indígenas y el movimiento de Independencia», Estud. Cult. Náhuatl, México, v. 42, pp. 299-312, agosto 2011.
[5] René Cárdenas: 1810-1821. Documentos Básicos de la Independencia, México: Comisión Federal de Electricidad, 1979, p. 210.
[6] Miguel Hidalgo: Decreto contra la esclavitud, las gabelas y el papel sellado, 6/12/1810. Disponible en: https://es.wikisource.org/wiki/Decreto_contra_la_esclavitud,_las_gabelas_y_el_papel_sellado_(Miguel_Hidalgo).
[7] José María Morelos: Bando de supresión de las castas y la esclavitud. Disponible en: https://constitucion1917.gob.mx/work/models/Constitucion1917/Resource/263/1/images/Independencia02.pdf
[8] El 18 de mayo de 1811, escribió: «…La noche de las tinieblas que me cegaban, se ha convertido en luminoso día, y en medio de mis justas prisiones, me presentan como Antíoco tan perfectamente los males que he ocasionado a la América […] Yo veo la destrucción de este suelo que he ocasionado, la ruina de los caudales que se han perdido, la infinidad de viudas y huérfanos que he dejado, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido: y lo que no puedo decir, sin desfallecer, la multitud de almas que por seguirme estarán en los abismos».
[9] El 6 de diciembre de 1813 se firmó el Acta Solemne de la Declaración de Independencia de la América Septentrional.
[10] José Morelos: Sentimientos de la Nación, 14/09/1813. Disponible en: http://bicentenarios.es/doc/8130914.htm
[11] Ernesto Lemoine: Documentos del Congreso de Chilpancingo, hallados entre los papeles del caudillo José María Morelos, sorprendido por los realistas en la acción de Tlacotepec el 24 de febrero de 1814. México D.F., Talleres Gráficos de México, 2013, pp. 204-205.