Berlín Oriental, 1953
09/26/2024La invasión rusa de Ucrania se acerca a su tercer aniversario. Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, como sostenía Clausewitz, el estudio de la historia es indispensable para comprender la política que derivó en este conflicto.
Por Ronald León Núñez
Estamos ante una guerra de conquista de un pueblo históricamente oprimido por parte de la segunda potencia militar del mundo. Las tropas rusas dejan a su paso un rastro de muerte, destrucción y atrocidades contra civiles. El pueblo ucraniano ofrece una resistencia tenaz, casi desesperada. La causa de Ucrania es justa y como tal merece el apoyo decidido, sin cortapisas, no solo de los socialistas sino de cualquier demócrata y defensor de los derechos humanos.
El nacionalismo expansionista ruso posee raíces históricas. El imperio zarista era una «cárcel de los pueblos». Durante sus primeros años, la Revolución Rusa de octubre de 1917 rompió con esa política opresiva y garantizó el derecho de autodeterminación de todas las naciones, es decir, el derecho de separación si la nación oprimida así lo determinaba. Así, la URSS se conformó en 1922 sobre la base de una unión voluntaria de los pueblos. Pero la contrarrevolución estalinista rompió con esa política y retomó, con renovada brutalidad, la opresión rusa sobre las nacionalidades oprimidas y el control de los Estados que Moscú consideraba parte de su área de influencia.
Cuando Putin, exagente de la KGB, justificó su ofensiva negándole a Ucrania su derecho a la existencia nacional, puesto que ese país no pasaría de una «creación» rusa, no hizo más que reafirmar la posición secular del chauvinismo ruso.
El régimen estalinista –de donde salieron Yeltsin, Putin y el puñado de oligarcas que se enriquecieron con la restauración capitalista y ahora controlan el Estado ruso con mano de hierro– tiene un largo historial de agresiones militares contra pueblos del llamado «bloque soviético» que, en el siglo XX, se atrevieron a cuestionar la autoridad de Moscú.
El Kremlin ahogó en sangre todos los intentos de revoluciones políticas, procesos sociales que se opusieron al poder dictatorial de la burocracia soviética, aunque sin cuestionar las bases económico-sociales no capitalistas de la ex URSS y los países del Pacto de Varsovia. Los estalinistas rusos invadieron naciones y masacraron civiles con la misma saña que ahora testimoniamos en Ucrania.
Nuestra intención es abordar, en distintas entregas, los procesos de lucha antiburocrática en el antiguo Berlín Oriental en 1953, Hungría en 1956, la ex Checoslovaquia en 1968 y el impresionante movimiento obrero que, a pesar de la dura represión, cambió el rumbo de Polonia entre 1980 y 1989.
Rescatar la memoria de esas rebeliones ayudará a entender dos cuestiones candentes en nuestros días: la esencia del expansionismo ruso y la resistencia de los pueblos del Este europeo a la opresión nacional.
Comencemos contextualizando el primer gran enfrentamiento al Termidor soviético: el levantamiento de los obreros de Berlín Oriental en 1953.
Las «democracias populares»
El final de la Segunda Guerra Mundial, como se sabe, impuso un reordenamiento en el sistema internacional de Estados, sellado por los acuerdos establecidos en las conferencias de Yalta y Potsdam en 1945, entre Roosevelt-Truman (EEUU), Churchill y Stalin.
La burocracia soviética, siguiendo la lógica de la coexistencia pacífica, pactó con el imperialismo una nueva división del mundo. Las potencias imperialistas, por un lado, reconocían a la URSS el derecho de establecer un «bloque» de naciones aliadas en el Centro y Este de Europa. Por otro, Stalin se comprometía a impedir la revolución en el mundo, especialmente en los países en que la resistencia al nazismo estaba dirigida por los partidos comunistas. Este compromiso evitó un poder obrero en países como Francia, Italia y Grecia. El interés del Kremlin era consolidar un área de influencia que, según su teoría, coexistiría pacíficamente con el mundo capitalista. Así nació la división oficial entre «dos campos», «dos sistemas»: los «Estados imperialistas» y los «Estados amantes de la Paz».
En el contexto del avance militar soviético rumbo a Berlín, el Ejército Rojo liberó del yugo nazi a una franja de países en los cuales, concluida la contienda, mantuvo una ocupación militar. Este fue el punto inicial de la conformación del llamado «bloque del Este», o glacis soviético, una cadena de Estados controlados, manu militari, por la burocracia estalinista: Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia (hasta 1948) y Albania (hasta 1960).
Entre 1945 y 1948, Stalin impulsó las llamadas «nuevas democracias», esto es, gobiernos de unidad con facciones burguesas (frentes populares), preservando las formas de un régimen multipartidista y el ritual de las elecciones parlamentarias, pero bajo la tutela del ejército soviético. La propiedad privada de los medios de producción permaneció casi intacta.
Pero esta política cambió en 1948, fundamentalmente por la presión imperialista concretada en la doctrina Truman y el Plan Marshall. Moscú orienta que los partidos comunistas locales se hagan con la totalidad del poder, e impulsa la expropiación de la burguesía. Surgen, así, regímenes de partido único calcados del modelo estalinista ruso[1]. Es decir, en el contexto de condiciones objetivas excepcionales y en contra de sus intenciones originales, el Kremlin extiende la estructura social y el régimen totalitario vigente dentro de la ex URSS, pero ese cambio no es producto de una revolución obrera (como la de octubre de 1917) sino, esencialmente, de la ocupación militar del Ejército Rojo en esos países de Europa central y oriental[2].
Así surgieron nuevos Estados obreros, pero burocratizados desde su génesis[3]. Si bien se expropió a los capitalistas y se planificaron esas economías, el poder político quedó en manos de una burocracia privilegiada y enemiga acérrima de un régimen basado en la democracia obrera.
Este es el comienzo de las pretendidas «democracias populares», un bloque de países explotados económicamente y oprimidos por el chovinismo ruso. Fueron Estados dominados por una ocupación militar extranjera permanente. La opresión de Moscú, como veremos, planteará una y otra vez el candente problema nacional. La burocracia soviética había pasado a extraer excedente social de otras naciones. A cambio de la ampliación de su área de influencia, Stalin había entregado la revolución en países capitalistas centrales. Esta es la esencia de los pactos que marcaron la segunda posguerra. En los países ocupados, el Kremlin impuso gobernantes completamente sumisos, luego de sucesivas purgas locales.
Esta apretada síntesis del escenario de posguerra en el Este europeo servirá para entender los procesos surgidos de la crisis mundial del aparato estalinista[4]. Un primer hito de esta crisis es, sin duda, la muerte de Stalin, ocurrida el 5 de marzo de 1953. Luego de tres décadas de culto a la personalidad, la desaparición del infalible «guía genial de los pueblos» no podía menos que estremecer el poder burocrático. No es casualidad que, pocos meses después, estallara el primer proceso de revolución política.
El levantamiento obrero en Berlín oriental
Entre el 16 y 17 de junio de 1953, una huelga iniciada por los obreros de la construcción en Berlín oriental derivó en una rebelión que se extendió a lo largo y ancho de la ex República Democrática de Alemania (RDA). Cerca de medio millón de obreros cruzaron los brazos, y aproximadamente un millón de alemanes orientales tomaron las calles en 700 ciudades y localidades.
La gota que colmó el vaso fue la disposición de elevación del ritmo de producción sin aumento salarial. A finales de mayo el gobierno de la RDA resolvió un aumento de 10% de la cuota de producción. Si los obreros de una determinada rama industrial no alcanzaban las metas que establecía la burocracia, sus salarios serían rebajados.
No es difícil imaginar cuán odioso era el aumento de la productividad para la clase obrera de un país en ruinas, en el que no existía ninguna libertad democrática efectiva. Entre la población, además, existía una amplia conciencia de que las metas para acelerar el desarrollo de la industria pesada en la RDA eran parte de un plan económico diseñado para satisfacer las demandas de la economía soviética, no las necesidades básicas de los trabajadores alemanes. Dado el carácter totalitario del régimen, ni las cuotas de producción ni ninguna medida económica eran decididas por los trabajadores sino por los burócratas, en primer lugar, los de Moscú. La electricidad, el carbón, la calefacción, todo estaba racionado. La nueva cuota de producción representaba un ataque a las ya castigadas condiciones de vida. En la industria de la construcción, implicaba un corte salarial de entre 10 y 15% para los obreros no calificados; la mitad o más para los calificados.
La ofensiva de la burocracia contra los obreros estaba encuadrada en la política del «nuevo curso», oficializada el 9 de junio de 1953 por el Comité Central del SED[5], el partido estalinista gobernante. Justificada por los malos indicadores económicos, la nueva política significó una serie de concesiones a la burguesía, la pequeña burguesía y las iglesias, en detrimento de la precaria situación de la clase obrera.
La política de crecimiento desproporcionado de la industria pesada, sacrificando la producción de bienes de consumo básico, redundaba en desabastecimiento y carestía para los alemanes orientales.
El 16 de junio, los albañiles de todas las obras de la avenida Stalin (Stalinallee) decidieron democráticamente entrar en huelga y marchar hacia la «Casa de los Ministerios» para exigir al gobierno la derogación de la nueva cuota de producción.
Al comienzo, los huelguistas no tenían otra intención que entregar sus demandas por escrito a las autoridades. Así, desfilaron bajo una pancarta roja que decía: «¡Exigimos una reducción de la cuota!». Mientras los albañiles avanzaban, miles de otros trabajadores se unieron a la columna coreando otro tipo de demandas: «¡Obreros, uníos!», «¡La unión es la fuerza!», «¡Queremos elecciones libres!», «¡Queremos ser libres, no esclavos!».
Cuando la marcha llegó a su destino, no fueron recibidos por «el camarada» Walter Ulbricht, secretario general del SED, sino por funcionarios secundarios. Esto enfureció a los presentes. Ante una muchedumbre de cerca de 10.000 personas, un orador expuso un pliego de reivindicaciones: cancelación de los aumentos de la cuota de producción; reducción de 40% de los precios en las tiendas del Estado; aumento general del nivel de vida de los obreros; abandono del intento de crear un ejército; elecciones libres en Alemania; democratizar el partido y los sindicatos.
«No estamos aquí solo por las cuotas –dijo un obrero–. Queremos que no haya castigo a los huelguistas y que se libere a los prisioneros políticos. Queremos elecciones y la reunificación de Alemania»[6].
Dada la indiferencia de la burocracia, los obreros decidieron convocar una huelga general para el día siguiente. Una crónica de la época menciona cómo los obreros, enardecidos, encaraban a su interlocutor estalinista, gritándole: «¡Nosotros somos los verdaderos comunistas, no tú!»[7]. Durante la noche hubo asambleas por todas partes y se formaron comités de fábrica. Los debates tocaban asuntos como la exigencia de que se pagaran los días de huelga y que no hubiera represalias contra los miembros de los comités; reducción de las remuneraciones policiales; libertad para los presos políticos; dimisión del gobierno; establecimiento de elecciones secretas, generales y libres, que asegurasen una victoria obrera en una Alemania reunificada. La dinámica del conflicto hizo que en pocas horas la protesta pasase de demandas meramente económicas a tomar la forma de un movimiento político.
La participación en la huelga general del 17 de junio fue un éxito rotundo. Más de 150.000 obreros, principalmente metalúrgicos, albañiles y del transporte, ocuparon las calles del sector soviético de Berlín. Delegaciones de obreros de la Alemania occidental se unieron a la lucha. En todos los centros industriales de la RDA estallaban asambleas, mociones de solidaridad, toda suerte de protestas. Surgieron comités de fábricas y hasta embriones de soviets (consejos de obreros). En Leipzig, las protestas tomaron la radio, el diario y varios edificios públicos. Los manifestantes celebraron bailando al ritmo de un piano que colocaron en la plaza del mercado. La huelga se había convertido en un auténtico levantamiento revolucionario, por la revolución política y la reunificación de Alemania, que hizo tambalear a la burocracia estalinista.
Pero la huelga como tal no se extendió al sector occidental. La burocracia obrera del Oeste logró impedir la unificación de la lucha.
Walter Ulbricht había perdido el control de la situación. Espantados, los líderes del SED pidieron socorro a Moscú. Entonces, más de 20.000 soldados rusos, con apoyo de tanques del Ejército Rojo estacionado en Alemania Oriental, además de 8.000 efectivos de la policía local (Volkspolizei), irrumpieron en las calles para aplastar la sublevación. Los tanques se abrieron paso entre la multitud, que inútilmente arrojaba piedras y cualquier cosa que tuvieran a mano. Los rusos no dudaron en abrir fuego para dispersar la manifestación. El informe oficial admite que más de 50 personas murieron. Otras estimaciones hablan de centenares de muertos durante la represión. La rebelión obrera había sido sofocada por una fuerza extranjera.
Bajo el amparo de la ley marcial, hubo arrestos masivos. Tanto las personas que participaron de la sublevación como todo aquel que expresase apoyo a la causa de los obreros fue acusado de «contrarrevolucionario» o agente de Occidente. En los días que siguieron a la masacre, la Justicia de la ex RDA y tribunales militares soviéticos juzgaron a centenares de personas. Hubo ejecuciones sumarias y torturas en las cárceles de la temible policía política, la Stasi. Cerca de 15.000 personas fueron detenidas y hasta finales de enero de 1954 más de 1.500 fueron condenadas. Por primera vez, la burocracia cerró el sector oriental, aislándolo del resto de la ciudad. Esto fue el preludio del futuro Muro de Berlín.
Con todo, después de la jornada del 17 de junio hubo huelgas y protestas en muchas localidades. Pero la derrota había sido sellada en Berlín. La intervención militar rusa impuso un modelo que se repetiría en Hungría tres años después y en 1968 en Checoslovaquia. El aplastamiento de las protestas en la plaza de Tiananmén, en 1989, siguió la misma lógica.
La huelga general en la ex RDA ocurrió en medio de la lucha entre Jrushchov, Malenkov y el jefe del aparato represivo soviético, Lavrenti Beria, por la sucesión de Stalin. La ejecución de este último, en diciembre de 1953, en parte fue justificada por la crisis en Alemania.
El gobierno estalinista de Grotewohl-Ulbricht fue salvado por la intervención de los tanques rusos. Pero la rebelión marcó a fuego a los manifestantes. En los años siguientes, activistas obreros y campesinos hablarían de la necesidad de un «nuevo 17 de junio». El primer acto de revolución política, aunque fugaz, servirá de ejemplo para los pueblos de otros países del Este. Demostró que la burocracia soviética no era omnipotente.
Publicado originalmente en el Suplemento Cultural de ABC Color. Versión revisada.
Notas:
[1] Para 1949, entre 80 y 95% de la producción industrial de esos países había sido nacionalizada.
[2] En ese contexto, en 1955 se firma el Pacto de Varsovia, una alianza militar del «bloque soviético» para contraponerse a la OTAN, la coalición militar creada en 1949 por las potencias imperialistas de occidente. La realidad demostró luego que el Pacto de Varsovia estaba estructurado para mantener la disciplina de los países miembros, no para un enfrentamiento con el imperialismo.
[3] Hubo otros Estados obreros burocratizados con origen distinto, es decir, que surgieron de revoluciones: China, Yugoslavia, Albania, Vietnam del Norte y Corea del Norte, aunque igualmente eran dirigidos por burocracias totalitarias.
[4] La crisis y división del aparato estalinista se expresó, entre otros hitos, en la ruptura Stalin-Tito en 1948 y en la escisión sino-soviética de finales de la década de 1950. Esas crisis, así como los conflictos de la URSS con las camarillas dirigentes en los Estados del glacis, derivaban de choques entre intereses nacionales, puesto que cada burocracia nacional buscaba maximizar sus privilegios, provenientes del control de «sus» Estados obreros burocratizados.
[5] Partido Socialista Unificado de Alemania, SED, en sus siglas en alemán. Nació el 22 de abril de 1946 como resultado de la fusión, promovida por Stalin y Walter Ulbricht, entre el KPD (Partido Comunista de Alemania) y el sector oriental del SPD (Partido Socialdemócrata de Alemania). Fue el partido gobernante en la RDA hasta 1989.
[6] Jan Talpe. Los Estados obreros del glacis. Discusión sobre el este europeo. São Paulo: Editora Lorca, 2019, p. 65.
[7] Ernest Mandel. El levantamiento obrero en Alemania Oriental, junio de 1953. Disponible en: https://vientosur.info/el-levantamiento-obrero-en-alemania-oriental-junio-de-1953/, consultado el 14/09/2024.