Aproximación a una concepción marxista del Estado bajo el régimen de los López
09/07/2024Por Ronald León Núñez[1]
Introducción
En este trabajo, discutiremos: 1) la definición, de acuerdo con la concepción materialista de la historia, de la naturaleza del Estado moderno, premisa del análisis del período en que Carlos Antonio López encabezó el gobierno paraguayo (1841-1862) y más allá; 2) el carácter de clase del Estado lopista a partir de la definición de su época histórica, del contexto regional en el que se fortaleció y de la formación socioeconómica sobre la que se erigió; 3) los nexos del régimen dictatorial lopista con las relaciones de producción y los cambios en las condiciones de vida de las clases económicamente explotadas y socialmente oprimidas; 4) la asimilación conceptual y política del nacionalismo burgués bajo la forma del “revisionismo” por parte de la mayoría de las organizaciones políticas de izquierda y del denominado “campo progresista”, a partir del legado interpretativo y práctico del Partido Comunista Paraguayo (PCP), contrastando ese enfoque con el corpus teórico-programático del marxismo.
Teoría marxista del Estado
La memoria colectiva situó a Carlos Antonio López en un pedestal. A diferencia del dictador José Gaspar Rodríguez de Francia y de su primogénito y sucesor, Francisco Solano, el juicio histórico sobre su legado es menos controvertido. Celebrado como el “primer presidente constitucional del Paraguay” y el “padre de la primera modernidad”, pasó a la posteridad, ante todo, como un estadista.
No ponemos en tela de juicio el papel protagónico del primer López en el doble proceso de reconocimiento de la independencia paraguaya y afianzamiento del Estado nacional.
Su defensa –periodística, diplomática y, por poco, también militar– de la tesis de que, desde 1813, el Paraguay se había desprendido de Buenos Aires y constituido de hecho y de derecho en una república “…libre e independiente de todo poder extranjero” es ampliamente conocida, y su gobierno comúnmente está asociado a la idea de prosperidad económica y modernización, cuando no a una presunta “edad de oro” de la nación.
Por otra parte, es habitual señalar el patrimonialismo practicado por los López. Compartimos esa lectura. No es exagerado sostener que, en sus casi tres décadas en el poder, esa familia fue, sin paliativos, “el Estado”.
Con todo, el Estado no es una abstracción. Su conceptualización es un problema complejo y polémico. No podía ser de otra manera. En la sociedad de clases, la neutralidad teórica es una quimera. Conviene plantear sucintamente presupuestos fundamentales de la concepción materialista de la historia, modelo teórico-metodológico que adoptamos para definir el Estado lopista.
Al precisar conceptos es clave considerar su origen material. En ese sentido, la filosofía marxista sostiene:
Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época […] La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual […] Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas (Marx & Engels, 1974, p. 50).
Así, la ideología dominante presenta el Estado como imparcial, por encima de los intereses de las clases y los individuos, una entidad inocua y puesta al servicio del bien común.
La teoría marxista del Estado, en cambio, propone, ante todo, que este no ha existido ni existirá siempre; lo concibe en su dimensión histórica, negándole cualquier atributo inmutable[2]. El Estado –escribe Engels (2006, pp. 183-4)– es el producto de un determinado grado de desarrollo de la sociedad, dividida por antagonismos irreconciliables entre clases con intereses económicos en pugna:
[…entonces] se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder —nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más— es el Estado.
El rasgo distintivo del Estado es “la institución de una ‘fuerza pública’ que ya no es el pueblo armado”, que actúa como gendarme del poder de las clases dominantes, puesto que los explotadores de excedente social siempre fueron una minoría de la sociedad. Las fuerzas armadas, por ello, detentan el monopolio del uso “legítimo” de la violencia y se erigen en el sostén del Estado:
Esta fuerza pública existe en todo Estado y no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales (cárceles e instituciones coercitivas de todo tipo) que la sociedad gentilicia no conocía (Engels, 2006, p.184).
En otro pasaje de su célebre obra sobre el Estado, Engels (2006, p.185) sintetiza su papel histórico:
Como el Estado nació de la necesidad de amortiguar los antagonismos de clase y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, por regla general es el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante, que se convierte también, con ayuda de él, en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos medios para la represión y explotación de la clase oprimida.
En suma, el materialismo histórico define el Estado como un aparato especializado de coerción, producto y demostración a la vez del carácter irreconciliable de las contradicciones de clase, sostenido por “destacamentos especiales de hombres armados”, indispensables para asegurar el poder de la “clase políticamente dominante” sobre el resto de la sociedad. El tipo de Estado, a su vez, se define por la clase o sectores de clase que lo controlan. Bajo el capitalismo, “el poder estatal moderno”, siempre según el socialismo científico, “no es más que una junta administradora que gestiona los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx & Engels, 2019, p.52).
Carácter de clase del Estado lopista
Desde este marco conceptual, aportaremos elementos de caracterización del Estado dirigido por Carlos Antonio López y su sucesor.
Esto requiere exponer el carácter de la época histórica de la cual forma parte nuestro objeto de estudio para comprender la totalidad que condicionaba las particularidades regionales.
Hacia 1840, el armazón organizacional, jurídico y militar del Estado paraguayo, incipiente en muchos aspectos, había conseguido afirmarse en una situación regional hostil a su independencia política.
Su autodeterminación, como la de los demás Estados nacionales en las Américas, fue posible por la combinación de un doble proceso de revolución anticolonial a escala continental y enfrentamientos posteriores o concomitantes entre facciones propietarias por el control del poder local.
El impacto de esa situación en la antigua Intendencia del Paraguay impuso una dinámica que desembocó, en 1813, en una ruptura política definitiva tanto con la metrópoli española como con las pretensiones centralistas de Buenos Aires, excapital virreinal, de la que surgió una república independiente.
El Año XIII paraguayo, consecuentemente, es un hito en la formación de un Estado nacional cuyo carácter de clase, a nuestro juicio, era esencialmente burgués; por supuesto, no con la forma que conocemos en la actualidad, sino en estado embrionario y con resabios político-jurídicos del período colonial.
Esa naturaleza burguesa, como en los otros casos, estaba condicionada por una época histórica signada por el asalto al poder por parte de una pujante burguesía. La era de las revoluciones democrático-burguesas, entre el último cuarto del siglo XVIII y 1848 (Kossok, 1989; Hobsbawn, 2013), adoptó en las Américas la forma de lo que podemos denominar revoluciones democrático-burguesas anticoloniales.
En las excolonias europeas, la conquista de la autodeterminación nacional adquirió un sentido burgués en la medida que suponía una precondición para liberar fuerzas productivas reprimidas por siglos de colonización y, con ello, propiciar mejores condiciones materiales para allanar el camino a cambios, más o menos tardíos, en las relaciones sociales de producción que, en el contexto del siglo XIX, no podían ser sino aquellas que sirvieran de puntal para la sociedad burguesa.
Así, las revoluciones anticoloniales en las Américas, por la naturaleza de su tarea histórica, fueron una variante de las revoluciones democrático-burguesas europeas, consideradas clásicas.
Por otra parte, fueron revoluciones esencialmente políticas, no económico-sociales, pues las facciones criollas propietarias, si bien se enfrentaron a los imperios ibéricos tras mucha vacilación, no pretendieron alterar la estructura social ni la situación de las clases populares, marcada por la explotación de su fuerza de trabajo y toda suerte de penurias. No fue, pues, una lucha entre explotados y explotadores sino entre sectores de las clases propietarias por el poder del Estado.
Por supuesto, esta distinción entre revolución social y política no debe interpretarse en sentido determinista. Si bien toda revolución social, por su alcance, es también política, no toda revolución política es social. No obstante, las revoluciones políticas, de modo más o menos tardío, pueden propiciar cambios en las economías y sociedades (León Núñez, 2022).
La esencia burguesa del Estado nacional, pese a los resabios coloniales y la marginalidad de las relaciones sociales jurídicamente “libres”, debe entenderse en escala histórica, es decir, como producto de la dinámica impuesta por la totalidad que suponían la economía y la política mundiales dominadas por una burguesía en ascenso que, mediante el comercio o los cañones, imponía en todos los rincones del planeta la dominación del capital.
Fuerzas productivas
El revisionismo, de derecha y de izquierda, sobredimensiona el desarrollo de las fuerzas productivas del Paraguay de preguerra. Abunda literatura que abona el mito de un “Paraguay-potencia” del siglo XIX, capaz de competir económicamente, por su desarrollo industrial, con sus vecinos y hasta con el Reino Unido.
En trabajos que aseguran tener un enfoque marxista puede leerse, entre otras afirmaciones descabelladas, que “los López quebrantaban el orden mundial”, ya que la política de Carlos Antonio López había situado al Paraguay “…a la altura de los países más desarrollados de Europa” (Coronel, 2013, p.13); la pequeña república estaría en condiciones de “…convertirse en el líder económico de la región junto con Estados Unidos” (Coronel, 2013, p.9), hecho insólito que trastocaba la división internacional del trabajo.
No nos ocuparemos de este debate. Baste apuntar que, pese al programa de modernización y los progresos técnicos alcanzados desde la década de 1850, el Paraguay decimonónico nunca se erigió –ni podría haberlo hecho, dado el atraso de las fuerzas productivas heredado de la Colonia– en potencia industrial ni militar.
Aunque la economía del Paraguay en 1864 se había fortalecido con relación a 1840, su lugar en la división internacional del trabajo nunca dejó de ser el de un productor y exportador de materias primas y frutos tropicales, y consumidor de manufacturas y tecnologías foráneas, principalmente británicas. El proyecto de los López no pretendió cambiar eso. Por el contrario, se orientó a aumentar lo más posible la capacidad exportadora de productos primarios locales y luchar contra los obstáculos internacionales a ese comercio. Si bien pusieron en marcha un programa de modernización con objetivos bien delimitados, la economía paraguaya mantuvo un carácter primario, esto es, agrario y extractivista. Hacia 1860, la yerba mate, el tabaco y los cueros crudos, en ese orden de importancia, abarcaban 91% de las exportaciones (Herken Krauer, 2019, p. 38). Como en tiempos del doctor Francia, el polo exportador, aunque dominante, se combinaba con una economía rural de subsistencia, apoyada en técnicas rudimentarias.
“El poder del Estado no flota en el aire”
La expresión es de Marx (2003, p. 109) y se refiere a que toda superestructura se apoya en una determinada formación socioeconómica. Si el análisis marxista define las clases por el lugar que ocupan en la economía social y, ante todo, por su relación de propiedad de los medios de producción, la naturaleza del Estado es indisociable de las relaciones de propiedad y producción que ese aparato protege y sostiene.
En ese sentido, conviene una acotada discusión acerca de las relaciones de producción que estructuraban la economía paraguaya hacia 1840.
Durante casi todo el siglo XIX, el Estado nacional, si bien le atribuimos un carácter esencialmente burgués, no se asentó sobre una formación socioeconómica estrictamente capitalista, es decir, una economía en la que el trabajo jurídicamente “libre”, asalariado, fuese hegemónico. Por el contrario, durante los regímenes de Francia y de los López, el trabajo asalariado era marginal y coexistía con relaciones de producción no capitalistas –basadas en la coerción extraeconómica–.
Las relaciones de producción precapitalistas no solo sobrevivieron a la independencia, sino que su proceso de erosión, aunque constante, debido a la dinámica de la economía mundial y la ausencia de rebeliones de las clases subalternas, fue lento y gradual.
Esa era, grosso modo, la fisonomía de la estructura social sobre la que actuaba el débil Estado nacional en 1841, cuando el Consulado compuesto por Carlos Antonio López y Mariano Roque Alonso asumió el poder. Habían recibido una máquina estatal modelada por Francia, en cierta medida heredera tanto de la revolución como de la Colonia, que, si bien garantizó la independencia nacional con una política intransigente, había legitimado lo nuevo conservando mucho de lo viejo.
A la muerte de El Supremo, problemas acuciantes amenazaban a la nación, entre ellos el reconocimiento internacional de la independencia; la definición de las fronteras y su eventual defensa militar; la libertad de navegación hasta el océano para el comercio local; la concesión de la libertad de navegación de los ríos comunes para otras banderas a su paso por el territorio paraguayo.
El primer López, primero como cónsul preponderante y, desde 1844, como presidente constitucional, asumió esos y otros desafíos. Para ello, contaba con un Estado en construcción, con finanzas públicas modestas pero equilibradas, que Francia había destinado en buena medida a fortalecer las fuerzas armadas para defender su gobierno y el orden económico-social internamente y proteger puntos críticos en las fronteras[3].
Puede decirse que, aunque desdibujada, los López mantuvieron lo esencial de la política económica estatista del dictador Francia. Sin embargo, a diferencia de su antecesor, les tocó gobernar durante un período de “bonanza” comercial que duró poco más de una década y permitió un crecimiento económico notable –si se lo compara con los niveles alcanzados hasta 1840–.
Así, bajo nuevas condiciones objetivas, se sostuvo el modelo de acumulación capitalista basado en el proteccionismo y la regulación económica, antes que en el librecambio (Decreto de Reglamento de Aduanas e impuesto aduanero, 1842); en monopolios y empresas estatales (Decreto que declara propiedad del Estado la yerba mate y la madera de construcción naval, 1846)[4], en lugar de grandes inversiones extranjeras; en el equilibrio de las finanzas públicas, sin endeudamiento externo; y, principalmente, en la estatización de las tierras y el arrendamiento de parte de ellas a productores directos.
Francisco Doratioto (2002, p. 44) confirma lo anterior: “El Estado guaraní era dueño, a mediados del siglo XIX, de casi 90% del territorio nacional y prácticamente controlaba las actividades económicas, pues cerca de 80% del comercio interno y externo eran de propiedad estatal”.
Sobre la política de arrendamiento de tierras públicas, Bárbara Potthast (2003, p. 207) anota:
Durante el gobierno de Carlos Antonio López […] se prosiguió con este sistema de arrendamientos. López estableció reglas obligatorias para fijar el arriendo, que no podía exceder el 5% del valor de la tierra, e introdujo un procedimiento para el traspaso legal de las parcelas a los usuarios.
Sin embargo, entre sus primeras medidas está el restablecimiento del diezmo y la media anata, impuestos sobre las cosechas y el ganado que afectaban de modo desproporcionado a medianos y pequeños productores rurales. En parte, esto se debe a que los López se apoyaron socialmente en los grandes terratenientes y comerciantes, la facción de la clase dominante a la que pertenecían y que pasó a controlar la máquina estatal, aunque sin llegar a una ruptura definitiva con los pequeños propietarios ni anular completamente las medidas de su antecesor.
Si bien el éxito del modelo estatista, contradictorio con el hegemónico laissez faire, era improbable a largo plazo, esos elementos sugieren que existió una naciente burguesía nacional con pretensiones de insertarse e ir ganando espacio en el mercado internacional de manera independiente, aunque, como señalamos, sin modificar el modelo basado en las exportaciones primarias.
El resultado de la batalla de Caseros impuso un giro en la región y situó esa política estatista en otro contexto. El reconocimiento oficial de la independencia del Paraguay por el nuevo gobierno argentino y las garantías a la libre navegación y comercio a través del Paraná abrieron perspectivas de desarrollo productivo y comercial que Francia difícilmente hubiera imaginado. Si comparamos las 9.084 arrobas de yerba exportadas en 1839, en el ocaso de la dictadura de El Supremo, con las 254.513 de 1861 (Whigham, 2009, p. 192) –28 veces más–, el salto es cualitativo.
Según Williams (1979, p. 171), entre 1851 y 1859 el valor del comercio exterior creció de 572 mil pesos a cuatro millones. En la década de 1850 se registraron importantes superávits en la balanza comercial pese a las grandes importaciones de armas, maquinaria y bienes suntuarios para la oligarquía local. Si en 1853 el superávit fue de 57.049 libras, en 1860 el saldo positivo alcanzó 161.202 libras (Herken Krauer, 2019, p. 35). Esto, sumado a una política aduanera proteccionista, permitió financiar el programa de modernización sin préstamos extranjeros, costear los altos salarios de los especialistas extranjeros[5] y mantener el gasto militar.
En ese nuevo contexto, era inevitable el fortalecimiento de un sector burgués paraguayo decidido a hacerse con las ganancias del “boom” exportador. Ese sector de la clase propietaria estaba encabezado por los López y un puñado de jefes militares y burócratas estatales, no pocos emparentados con la familia gobernante. Los años de marginalidad comercial parecían pertenecer a un pasado que ningún rico propietario paraguayo quería revivir. El telón de fondo de las medidas económicas y políticas de los dos López será el aprovechamiento –ante todo, por la camarilla estatal– de las nuevas oportunidades económicas.
De manera que parte de las rentas que generaba el comercio exterior fue invertida en dos objetivos estratégicos: 1) aumentar la capacidad exportadora con monopolios estatales y proteccionismo arancelario; 2) fortalecer militarmente el país, frente a las ambiciones territoriales de sus vecinos; es decir, definir las fronteras para asegurar el mercado interno.
En la década de 1850 Carlos Antonio López contrató a cerca de 200 técnicos extranjeros –ingenieros, maquinistas, médicos, etc.–, la mayoría británicos, para impulsar nuevas empresas estatales que, básicamente, atendiesen a dichos propósitos. Así se inició un “amplio programa de modernización” (Kraay & Whigham, 2017, p. 28) por medio de importación de tecnología y conocimientos, que abarcó importantes obras de infraestructura: fundición de hierro, arsenal, astilleros, ferrocarril, telégrafo, además de caminos, un mejorado muelle y nuevos edificios en la capital. En el terreno militar se destacó la fortificación de Humaitá.
Si bien en el contexto de las décadas de 1850 y 1860 las medidas económicas y el programa de modernización estuvieron orientados en sentido capitalista, el salto de la producción pudo realizarse mediante un aumento de la extracción de excedente social obtenido a través de relaciones sociales precapitalistas –esclavos de la República, trabajo gratuito de presos y soldados del ejército, “auxilio” de los pueblos originarios, etc.–. Esas relaciones sociales arcaicas coexistían con formas de trabajo jurídicamente “libre” presentes en ciertas empresas estatales, que recibieron cierto impulso con la disolución de los pueblos de indios en 1848 (Decreto que declara ciudadanos libres a los indios naturales de toda la República, 1848)[6], relacionada con el incremento de la demanda de fuerza de trabajo que exigía el comercio exterior y con la necesidad de fortalecer el ejército.
El censo de 1846 registra cerca de 15 mil paraguayos clasificados como “agregados” o “personas al servicio de otro”, sin contar la esclavitud negra, que entre esclavizados y libertos abarcaba, aproximadamente, 3% de la población total (Williams, 1979, p.116). Si bien la esclavitud negra en Paraguay nunca tuvo el peso socioeconómico observado en el sur de Estados Unidos o Brasil, la elite local, que incluía a los López y antes a Francia, era esclavista. El censo de 1846 revela que 176 individuos poseían diez o más esclavos o libertos. Solo tres eran dueños de un número igual o superior a 40 esclavos. El propietario de la mayor cantidad registrada, 43 esclavos, era Juan Bernardo Dávalos, estanciero de Bobi. En total, ese puñado de propietarios acaparaba 2.583 esclavos y 186 libertos: un tercio de los primeros y 36% de los segundos en toda la república. La Iglesia católica, fortalecida por López padre, era dueña de otros centenares de esclavizados. Por otro lado, la represión estatal siempre se ensañó con los afrodescendientes. Se estima que 23% de los presos en Asunción eran pardos en 1819, 17% en 1847 y 39% en 1863 (Williams, 1979, pp.116-21).
Desde su posición dirigente en el Estado, los López eran los principales terratenientes, participaban con ventajas en el comercio interno y externo, controlaban las operaciones financieras y ocupaban los principales cargos políticos, eclesiásticos y militares.
Francisco Solano poseía una sociedad con los hermanos Pedro y Buenaventura Decoud para comercializar yerba mate en Buenos Aires y otras plazas (Rodríguez Alcalá, 2015, p. 15). Vicente Barrios y Saturnino Bedoya, yernos de don Carlos, explotaban yerbales y vendían la producción al Estado. El segundo, que fue Tesorero General durante la guerra, además era propietario de una de las principales casas comerciales de la capital (Whigham, 2009, p. 132.). Un dato de 1854 permite una estimación de las ganancias a partir de la extracción de excedente social: en los yerbales se pagaba 0,15 libras por arroba, que después se vendía por 1,60 libras en Buenos Aires (Scavone, 2010, p. 15).
Los López hacían y deshacían todo tipo de negocios y especulaciones. Además de las actividades relacionadas con la usura, las mujeres de la familia compraban billetes deteriorados con descuentos de 8% para cambiarlos por su valor real en el Ministerio de Hacienda (Whigham, 2009, pp. 132-3; Thompson, 2010, p. 24).
El patrimonialismo y el nepotismo imperantes en el Paraguay de los López harían palidecer el escandaloso manejo discrecional de la cosa pública en nuestros días. Sin más, el patriarca de los López ordenó la transferencia de importantes bienes inmuebles del Estado a miembros de su familia. Sus hijos Francisco Solano, Venancio y Benigno recibieron estancias estatales en Ignacio Caliguá, San Joaquín y San Ignacio, respectivamente; Vicente Barrios se hizo propietario de la estancia pública de Salado (Pastore, 2008, p.145). Existen registros de casos en que los López compraban tierras y ganado del Estado para ensanchar sus propiedades particulares; trasladaban ganado público a sus estancias; vendían o permutaban su ganado al Estado (Rodríguez Alcalá, 2015, pp. 552-4). Sería pueril suponer que, dado el grado de control del Estado por parte de esa familia, alguien hubiera podido oponerse a sus negocios.
Los reclamos de la irlandesa Elisa Alicia Lynch, la pareja más conocida de Solano López, en Asunción después de la guerra, dan cuenta de las gigantescas propiedades que el mariscal-presidente le transfirió como si fuesen bienes particulares. Mediante títulos dudosos, ella exigió en 1875 la devolución de 32 propiedades rurales y urbanas que equivalían a cerca de nueve millones de hectáreas de tierras, 60% en suelo paraguayo y el resto en territorios anexados por Argentina y Brasil (Rodríguez Alcalá, 2015, p. 553)[7].
Los negocios de los López no solo muestran el carácter de clase de sus gobiernos sino la evolución “normal” de una burguesía nacional que, a medida que se consolidaba, se hacía más reaccionaria, antidemocrática y abusiva en el control de los bienes públicos.
Superestructura política: la dictadura de una familia
Existe un largo debate sobre si el régimen político de los López fue o no una dictadura. El nacionalismo, en general, rechaza esa definición de distintas maneras. El liberalismo, inversamente, denuncia la ausencia de garantías democráticas formales y el “autoritarismo” del período 1813-70, que considera un “retroceso histórico”. De hecho, no pocos autores liberales caen en el anacronismo al medir el grado de libertad política en el Paraguay del siglo XIX con la regla de las democracias contemporáneas, cuando no reproducen la falacia de que Paraguay era la única o la más cruel dictadura de la región, ocultando o atenuando las atrocidades de los regímenes opresivos del Brasil monárquico y esclavista o la Argentina unificada por Buenos Aires a sangre y fuego.
Si la defensa del “poder fuerte” de los López por parte del nacionalismo tiene el fin de justificar dictaduras y militarismo en el presente, la retórica “democrática” liberal recubre una impugnación del modelo económico estatista y proteccionista combatido como pernicioso por esa corriente desde el siglo XIX.
La teoría marxista, por su parte, no resta importancia a la definición del régimen político, esto es, la combinación jurídico-institucional específica por cual se materializa el poder del Estado, pero analizando su contexto histórico desde una perspectiva clasista. En ese sentido, es innegable que los López encabezaron quizá la más férrea dictadura de clase de la historia paraguaya. No se trató, como sostienen algunos autores asociados con la izquierda, de una dictadura “progresista” en la cual el bienestar material del pueblo y las amenazas externas justificaban eventuales “abusos” del gobierno.
Por el contrario, un régimen que negaba todas las libertades democráticas solo empeoraba las condiciones de explotación para el pueblo trabajador, pues le impedía expresarse políticamente y resistirse socialmente. La razón era, en última instancia, económica. El buen curso de los negocios de los López exigía que el pueblo se mantuviera obediente a sus dictámenes “supremos”.
En ese sentido, además, se creó en 1843 el “Departamento de Policía”, encargado de la represión interna y de la regimentación de la vida social por medio del “Reglamento de Policía”. En 1845, el primer López reorganiza el Ejército Nacional, a través de una Ley que creaba el Ejército de Línea, la Guardia Nacional y la Marina, robusteciendo, con ello, la columna vertebral del Estado.
El marxismo no puede apoyar o justificar un régimen policiaco y despótico en el que las masas populares no tuvieron ninguna garantía democrática. Primero, porque un proyecto más democrático, en ese tiempo, no hubiera sido “inédito”. A finales del siglo XVIII hubo experiencias que, aunque limitadas por su carácter burgués, impulsaron programas basados en radicalizar la democracia formal. Desde ese punto de vista, el Paraguay de los López ni siquiera sería un caso “avanzado” de democratismo burgués, mucho menos “protosocialista”, como discutiremos. Segundo, porque una interpretación histórica marxista, interesada en comprender el pasado para responder a los problemas del presente, no puede titubear a la hora de denunciar la justificación ideológica del autoritarismo y el militarismo que emana de la glorificación de esa dictadura.
Los hechos hablan por sí solos. Para los congresos generales de 1813 y 1814 fueron convocados “mil diputados” electos en las villas por sufragio masculino, sin criterios censitarios. En 1816, el llamado se restringió a 250 representantes, que ungieron a Francia como Dictador Perpetuo. Hasta su muerte, Francia no convocaría otro congreso nacional. En el de 1844 se aprobó la “Ley que establece la Administración Política de la República del Paraguay”, que limitó los siguientes congresos a 200 diputados y agregó la condición de que fueran “propietarios”. En 1856, una reforma redujo la representación en los congresos a 100 diputados, estrechando el círculo palaciego, ya que tanto elegidos como electores debían ser propietarios (Reforma Electoral, 1856).
Esta apretada síntesis muestra el continuo retroceso en la representación política institucional desde 1816. Si en 1845 el sueldo de un maestro rural de primaria era de 100 pesos anuales y un bono de 24 vacas (Williams, 1979, p.125) y el texto constitucional de 1844 exigía “un capital propio de ocho mil pesos” para ejercer la plenitud de los derechos políticos, es indiscutible que las clases trabajadoras no opinaban ni decidían nada.
Las justificaciones de este endurecimiento dictatorial fueron varias. En su informe de 1854, Carlos A. López insistió en la necesidad de la propiedad como “requisito esencial”, ante los “gravísimos males” que entrañaba el sufragio universal: el pueblo no estaba preparado para el “uso regular y moderado de derechos que aún no conoce […]” y “sin un poder fuerte, no hay justicia, no hay orden, no hay libertad civil ni política […]” (López, 1931, pp. 94-100).
Los hechos muestran que en el Paraguay el control político se concentraba en ese núcleo de 100 diputados propietarios, encabezados por los López y ligados a los negocios del Estado. El poder, aunque formalmente se convocaran congresos, siguió siendo unipersonal y absoluto. No sería exagerado afirmar que esa fue la oligarquía más poderosa de la historia paraguaya.
En la reforma de 1856, don Carlos también se aseguró de allanar jurídicamente el camino para que su hijo Francisco Solano lo sucediera. El congreso reunido el 16 de octubre de 1862 no hizo sino ratificar su pretensión.
Un año antes, El Semanario había impulsado una aberrante campaña favorable a una monarquía constitucional. En una edición, el periódico oficial del país afirmaba: “[…] la monarquía constitucional y la democracia es una misma cosa” (Cardozo, 2012, p.125).
En sentido estricto, nunca se pasó de un régimen republicano a uno monárquico. Pero esa campaña oficial muestra no solo el grado concentración de poder en el Paraguay de preguerra, sino que el régimen acarició esa idea. En 1863, el “Supremo Gobierno” llegó al colmo e hizo imprimir y difundir una adaptación del Catecismo de San Alberto[8], inequívoca apología de la monarquía absoluta, con su consabida fundamentación divina.
Ese régimen basado en el poder unipersonal, sin embargo, mostró sus limitaciones cuando el cerco de las hostilidades internacionales comenzó a cerrarse. El Estado burgués, por su atraso y al temor de los López a promocionar cuadros que pudieran hacerles sombra, mostró una carencia dramática de personal competente en el cuerpo diplomático y la oficialidad militar. Esto debilitó aún más la posición paraguaya al comenzar la Guerra Guasu.
Por supuesto, reconocer el carácter oligárquico y dictatorial de los gobiernos de los López no implica negar el avance material que alcanzó la república hasta 1864 ni su papel individual en la defensa de la autodeterminación nacional, una tarea históricamente progresiva. Supone comprender que, si bien la defensa de la independencia antes y durante la Guerra contra la Triple Alianza fue un objetivo compartido por esa oligarquía y el pueblo llano, ambos enfrentaron ese peligro sobre la base de intereses de clase opuestos. El defecto teórico fundamental de la izquierda nacionalista reside en la negación de esta premisa.
Un “partido auténticamente nacional”
En el afán de polemizar con quienes justifican la Triple Alianza, la mayor parte de la izquierda paraguaya asumió como propios los principales postulados del nacionalismo burgués, bajo la forma del revisionismo.
Con ello, enterró dos principios del marxismo: la independencia de clase, ya que el patriotismo paraliza cualquier acción independiente de los explotados y, en la práctica, subordina el proletariado a la “nación”, en cuya cima está la burguesía; y el internacionalismo proletario, dado que, si bien el marxismo respalda ciertas causas nacionales en países oprimidos, no es una corriente nacionalista, porque concibe los procesos revolucionarios nacionales como eslabones de la lucha por el socialismo a escala mundial.
El costo político de este extravío teórico fue alto: mucho de ese “progresismo” terminó resignándose al inocuo papel de furgón de cola de las interpretaciones patrióticas más superficiales, adhiriendo al culto a la personalidad del doctor Francia y los López.
Con ese enfoque fue construido el mito del igualitarismo y de la naturaleza “popular” de la “dictadura plebeya” de Francia, en la cual reinaría un “indiscutible consenso social” (Maestri, 2015, pp. 114, 124)[9]. Esta tesis, sin fundamento factual y anacrónica, no se limitó a Francia, presentado por ciertos trabajos que aseguran apoyarse en el marxismo como “silencioso precursor del socialismo latinoamericano”, sino que abarcó también el régimen de los López (Coronel, 2014, p.19).
Así, contra todos los hechos que hemos expuesto, el “proyecto lopista” es definido como “…un régimen igualitario y centralizado”, una fase del pretendido “…socialismo agrario durante el periodo independiente (1814-1870)” (Coronel, 2014, pp. 7-8). Se llega al colmo de describir a Solano López, quizá el individuo más rico y poderoso de la historia nacional, como “afín a los intereses de las clases campesinas y populares”, lo que lo llevaba a defender “el interés de la clase campesina” (Coronel, 2014, p.16).
Es común, en ese tipo de literatura, el planteamiento de la existencia de un “Estado popular” para, sobre ese concepto inexistente entre las categorías analíticas del marxismo, reproducir el conocido axioma nacionalista: “…no existía separación entre López y el pueblo (…) López y el pueblo paraguayo eran una unidad” (Coronel, 2014, p.5).
En círculos de izquierda existen otras definiciones que plantean la existencia de un “modelo sui generis de Estado Popular Independiente” hasta 1870, o bien de un “Estado Popular forjado en el período francista y que tuvo continuidad, con sus matices propios, en el período de los López” (Arrom, 1997). Esas formulaciones tienen el mismo contenido teórico y el mismo objetivo político: la presencia de un Estado benefactor del pueblo trabajador en el siglo XIX, guiado por un “gran hombre”, y la necesidad de apoyar cualquier experiencia presentada como análoga en el presente.
Dentro de los límites de este trabajo, hemos intentado demostrar que ninguno de los dos López tuvo nada en común con la figura “popular” y “antiimperialista” que el nacionalismo inherente al dogma estalinista-maoísta y a la teoría de la dependencia popularizó con especial fuerza entre las décadas de 1950 y 1970.
Sin embargo, conviene abordar de manera sucinta algunos elementos que podrían echar luz sobre el origen de ese nacionalismo impregnado en el análisis y perfil político de la mayoría de la izquierda paraguaya.
Opinamos que el principal propagador de la visión patriótica en la izquierda fue el estalinismo, representado en el país por el Partido Comunista Paraguayo (PCP), organización que entre 1936 y 1947, aproximadamente, detentó la hegemonía en el movimiento obrero y entre las fuerzas políticas de izquierda (Castells, 2023a).
En un documento interno de 1934, en medio de la Guerra del Chaco y del proceso de reorganización de ese partido, el Secretariado Sudamericano de la Comintern, entonces tutelado por el Partido Comunista Argentino (PCA), critica el nacionalismo del PCP al mismo tiempo que expone el propio:
Hemos tenido con ellos [los comunistas paraguayos] divergencias serias en múltiples cuestiones: teoría de la “época de oro” en el pasado del Paraguay, de la soi-disant [pretendida] industrialización del país antes de la guerra del 70, y que el país fue nuevamente colonizado después de la derrota en esta guerra, sobre todo con ayuda de la Argentina. Pensamos que eso es falso. En ligazón con esto, la teoría del “schwanz-imperialismus”[10] argentino, por el hecho de que Argentina juega un gran papel como intermediario y tiene fuertes intereses en la industria del quebracho y del extracto de quebracho, en la yerba-mate, etc., lo que a su vez llevaba a concepciones falsas sobre el papel de Argentina en la guerra. También hemos tenido diferencias con ellos en el juzgamiento del papel de las dictaduras de Francia y los López, discusión que tiene bastante de parecido con la nuestra en torno de la figura de Rosas […] (Jeifetz & Schelchkov, 2018, pp. 261-262).
Nótese que, si el PCP mostraba haber asumido postulados del nacionalismo burgués ya en 1934, el PCA rechazaba las críticas que, suponemos, hacían los paraguayos a la penetración de la burguesía argentina en la economía local y su papel opresor. El PCA niega cualquier papel “colonizador” de la Argentina en la posguerra. En otras palabras, cada partido comunista defendía el nacionalismo de su propio país.
En 1936, pese a la represión implacable que sufría, el PCP apoyaría al gobierno del coronel Rafael Franco, rehabilitador definitivo de Solano López y que mostraba sus convicciones fascistas en declaraciones públicas como esta: “No es nueva para mí la admiración por Alemania y por el brillante caudillo de su revolución, el señor Hitler, uno de los valores morales más puros de la Europa de la posguerra” (Diario Patria, 1936, p.7).
En las antípodas del internacionalismo de la teoría marxista, un documento de 1941 prueba que el estalinismo paraguayo mantuvo intactas sus concepciones patrióticas. El PCP se autodefinía como un “partido auténticamente nacional”, “legítimo heredero y continuador de las luchas y de los aspectos revolucionarios de los guaraníes, de los comuneros, del pueblo revolucionario de mayo de 1811 y de sus héroes, de los gobiernos de los López, del pueblo en armas en defensa de la su nación en 1865, de las heroicas luchas de los obreros y de los campesinos” (Partido Comunista del Paraguay, 1941).
Pocos años después, el 1 de marzo de 1945, el PCP publicó un manifiesto vitoreando a Solano López: “¡Paraguayos! El Partido Comunista rinde su homenaje fervoroso al Mcal. López, intrépido soldado y gran patriota que murió en defensa de la independencia nacional…”. El relato nacionalista, en el que hasta las huelgas obreras eran “patrióticas”, no pasaba de una justificación teórica de la política de conciliación de clases, es decir, de la alianza estratégica con facciones burguesas “democráticas” y “patrióticas”, en oposición a sectores igualmente patronales pero denunciados como “vendepatria”, “legionarios”, “enemigos de nuestra Patria y de la democracia”, y presentados como antagónicos con el primer campo burgués (Partido Comunista del Paraguay, 1945).
La “camarilla nazi-conspiradora”[11] había “usurpado” posiciones en el ejército y la policía del gobierno de Higinio Morínigo (1940-1948), instituciones que, según sugiere el análisis campista del PCP, podrían cambiar su naturaleza reaccionaria si una facción más “democrática” las controlara.
La salida propuesta por el estalinismo paraguayo era apostar por el crecimiento de un “movimiento de unidad democrática”, explícitamente interclasista, que se expresaría en los firmantes de un petitorio favorable a un proceso constituyente.
Si bien el PCP atribuía “la principal responsabilidad” de la dramática situación del país al general Morínigo, uno de los dictadores más brutales de la historia paraguaya, atenuaba inmediatamente sus denuncias al demandar que ese régimen “rectifique a fondo su política represiva” y rompiera con la “camarilla nazi” –una suerte de “enemigo principal”, según el PCP–; en ese caso el gobierno “contaría con el apoyo decidido de la clase obrera, de todas las fuerzas democráticas, civiles y militares”.
Esta política de conciliación de clases, en consonancia con la línea estratégica de los frentes populares consagrada por el VII Congreso de la Comintern de 1935, se revela en la solución política que propone el PCP para el país, siempre para “honrar dignamente la memoria del Mcal. López”:
Compatriotas: Hoy como en 1870, es más urgente que nunca la unión de todas las fuerzas progresistas, sin distinción de opositores y gubernistas, de civiles y militares, para […] participar en la organización de un Gobierno de Conciliación Nacional capaz de asegurar la defensa militar y económica del país, aliviar la crítica situación de hambre y miseria, garantizar la cooperación franca, leal y total con las Naciones Unidas, y normalizar el país por medio de una Asamblea Nacional Constituyente Libre y Soberana (Partido Comunista del Paraguay, 1945)[12].
Estas son solo algunas muestras de cómo el nacionalismo, por medio del estalinismo, penetró en el pensamiento e influyó en el programa y perfil político de la izquierda paraguaya, especialmente tras finalizar la Guerra del Chaco (Castells, 2023b).
Si bien el PCP perdería casi toda su influencia después de la Guerra Civil de 1947, había logrado legar al movimiento obrero y a las izquierdas una distorsión teórica con respecto a la concepción marxista del Estado, un análisis y una política concreta de conciliación con la burguesía, sumados al abandono sistemático del internacionalismo revolucionario. Así, las generaciones posteriores de intelectuales y activistas que despertaron a la vida política y se incorporaron a la lucha social fueron moldeadas con la lógica, policlasista y estrecha, del chauvinismo.
Bibliografía
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[1] Ronald León Núñez, sociólogo por la Universidad Nacional de Asunción (2009), máster (2015) y doctor (2021) en Historia por la Faculdade de Letras e Ciências Humanas da Universidade de São Paulo, Brasil. Autor, entre otros libros, de La Guerra contra el Paraguay en debate (Lorca, 2019). Miembro del Comité Paraguayo de Ciencias Históricas (CPCH). Este texto está publicado en: TELESCA, Ignacio (Org.). Un Estado para armar. Buenos Aires: SB, 2024, pp. 51-68.
[2] El Estado es cuestión fundamental para los marxistas y tema central de textos clásicos de esa corriente teórico-política, como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels y El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx. La obra que mejor explica la esencia de la teoría marxista del Estado es El Estado y la revolución, de V. I. Lenin.
[3] Esto, de acuerdo con la concepción marxista, no debe sorprender. Las fuerzas armadas son la principal institución de cualquier Estado. Por ende, la importancia que les otorgaba Francia no era casual. El peso de los “destacamentos especiales de hombres armados” es visible en que los salarios de las tropas regulares consumieron, en promedio, 64% de las recaudaciones durante su gobierno. Consultar: White, 1989, pp. 122, 238-40.
[4] Por ese decreto, Carlos Antonio declaró que toda la yerba y la madera aptas para la exportación eran propiedad del Estado, incluyendo las que crecían en terrenos privados. La explotación de esos rubros solo era posible con una licencia del gobierno, obtenida por una suerte de licitación, y su comercio se transformó en monopolio estatal (Williams, 1979, p. 132).
[5] Mientras un maestro rural ganaba 100 pesos al año (20 libras esterlinas, aproximadamente), los salarios de los técnicos y maquinistas extranjeros variaban de acuerdo con la experiencia entre 144 y 200 libras al año, casi el doble de los pagados en Londres. En las altas esferas, el escocés William Whytehead, ingeniero jefe del Estado, recibía un salario anual de 600 libras, que se duplicó en 1861, además de otros beneficios. George Barton, jefe del servicio de sanidad militar, recibía 500 libras anuales, más caballo, casa, sirvientes y otras ventajas. A fines de 1863, el médico escocés William Steward, ganaba 800 libras anuales (Williams, 1979, pp. 181-3).
[6] Sobre las consecuencias sociales de este decreto, consultar: Telesca (2018).
[7] El autor estima que los reclamos de tierras dentro los límites de Paraguay equivalían a una superficie que incluía la totalidad de los actuales departamentos de Amambay, Concepción, San Pedro y parte de Canindeyú.
[8] El Catecismo Real de José Antonio de San Alberto, editado en 1786, predicaba obediencia religiosa a la monarquía hispánica. Fue una respuesta de la metrópoli al levantamiento de Túpac Amaru.
[9] Para profundizar este debate, ver: León Núñez, 2023.
[10] Schwanz: cola, en alemán.
[11] El PCP se refiere, entre otros, al teniente coronel Victoriano Benítez Vera y a los coroneles Bernardo Aranda y Pablo Stagni, integrante del llamado Frente de Guerra, grupo nazi dentro del ejército.
[12] Destaque nuestro.