Apuntes sobre el carácter de las independencias americanas
10/11/2023Abordar el carácter del proceso que resultó en las independencias americanas, sin duda uno de los grandes temas del siglo XIX, es ineludible para una justa comprensión política del presente.
Por Ronald León Núñez
Gran parte de la historiografía paraguaya ha dedicado sus mejores esfuerzos a describir, casi siempre en estilo biográfico, la trayectoria de individuos considerados héroes nacionales, tal como el género militarista se ha encandilado con realizar la crónica detallada de los acontecimientos bélicos. En ese ambiente intelectual, los intentos de explicación estructural del proceso histórico paraguayo desde un enfoque socioeconómico, situándolo en su contexto internacional –sin por ello menospreciar necesariamente el papel de determinados individuos o hechos claves–, se cuentan con los dedos de una mano.
Por eso, abordar el carácter del proceso que resultó en las independencias americanas –sin duda uno de los grandes temas del siglo XIX– es ineludible para una justa comprensión política del presente.
¿Fueron revoluciones, o primaron las continuidades con el antiguo sistema colonial? Si se acepta calificarlas de revoluciones: ¿fueron sociales o políticas? ¿Cuál fue la clase social dirigente? ¿Hubo participación real de las clases explotadas? ¿Qué cambió en la vida de los indígenas reducidos, negros esclavizados o «libres», jornaleros o pequeños campesinos con el fin de la Colonia? En suma: ¿el nuevo orden fue progresivo, o reaccionario?
Propondré aquí algunas reflexiones asumiendo, por el limitado espacio, el riesgo de incurrir en cierto esquematismo.
Estoy entre quienes sostienen que fueron revoluciones. Ahora bien, su carácter está determinado por su periodo histórico –la época de las revoluciones democrático-burguesas, inaugurada con la Revolución Francesa de 1789 (1) o, si se quiere, con la Revolución de Independencia de las trece colonias británicas que dieron origen a los Estados Unidos entre 1775 y 1783–, contexto internacional que planteó las premisas materiales, las tareas esenciales y las limitaciones del proceso a ambas orillas del Atlántico. Por supuesto, el alcance de la materialización de esas tareas generales fue distinto en cada país o región.
En el caso americano, el proceso de crisis y desintegración del sistema colonial europeo fue por partida doble: de un lado, significó una lucha continental para emancipar las colonias de las metrópolis; de otro, una disputa paralela y no menos violenta para conformar los nuevos Estados nacionales independientes. Tal es la importancia histórica del siglo XIX para nuestro continente.
Esto me obliga a detenerme en otro elemento que, en realidad, considero punto de partida: la relación metrópoli-colonia y la esencia de la empresa colonizadora. Me refiero al debate sobre si esa empresa fue feudal, capitalista, o ninguna de las dos cosas. No coincido con la tesis –anclada en un razonamiento eurocéntrico que atribuye a todos los pueblos una sucesión automática de modos de producción, visión lineal y antidialéctica de la historia– de que los colonizadores trasplantaron mecánicamente el feudalismo de la Europa medieval a América, como sostienen el liberalismo y el estalinismo.
La cosa es más complicada. La esencia de la colonización fue dictada por el proceso de conformación del mercado mundial, regido por la implacable ley de acumulación originaria de capital en Europa. Esta nueva división internacional del trabajo a escala mundial asignó a las colonias un doble papel desde el siglo XVI: proveedoras de metales preciosos, materias primas y fuerza de trabajo esclavizada; consumidoras de manufacturas producidas por las naciones más adelantadas del norte de Europa, de las cuales los reinos de España y Portugal, por su crónico atraso industrial, pasaron a actuar como intermediarios.
La producción de valores de cambio a gran escala y orientados al mercado mundial o regional, no la creación de feudos cerrados, fue el motor de la colonización.
En ese sentido, Oscar Creydt –histórico dirigente del Partido Comunista Paraguayo– se equivoca al decir que «no hay duda sobre el carácter esencialmente feudal del Paraguay como colonia hispana» (2). Esa visión etapista, que contaminó a la mayoría de la izquierda, nunca pasó de una teoría para justificar alianzas con sectores patronales supuestamente «progresistas», dispuestos a abrir las compuertas de un capitalismo nacional en países latinoamericanos caracterizados –incluso bien entrado el siglo XX– como «feudales».
No. Las razones del «atraso» económico latinoamericano no hay que buscarlas en el supuesto «pasado feudal» o «esclavista colonial», como sostienen el brasileño Gorender (3) y otros teóricos estalinistas, sino en la incorporación, desde su génesis dependiente, al largo proceso de origen del capitalismo mundial. No es lícito confundir feudalismo y capitalismo periférico.
Entonces, ¿existió en estas tierras el modo de producción capitalista desde el siglo XVI? De ninguna manera. Si el «sentido» era capitalista –el saqueo de las Américas servía para acumular capital en las metrópolis coloniales–, la forma de producir no lo era. Se asentaba en el trabajo forzado, no en el trabajo «libre» o asalariado. Las relaciones de producción típicamente coloniales –encomiendas mitarias y yanaconas, esclavitud negra, pueblos de indios, etc.– fueron todas precapitalistas. El trabajo «libre» era marginal y solo se impuso a fines del siglo XIX.
¡Qué paradoja histórica! La empresa colonizadora, indispensable para el posterior triunfo definitivo del capitalismo, se realizó por medio de relaciones de producción no capitalistas. Una contradicción que sólo la lógica dialéctica puede explicar. El capital vino al mundo, en palabras de Marx, «[…] chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza […]» (4). La Cuenca del Plata, y, específicamente, la antigua Provincia del Paraguay no podían ser ajenas a ese proceso global. Nuestra región aportó su cuota de sangre y lodo para construir el civilizado primer mundo.
Pues bien, si en América no hubo feudalismo –que no necesariamente es lo mismo que relaciones de tipo servil o latifundio– sino un capital comercial y usurario que succionaba el excedente social de nuestra economía de manera insaciable y brutal, no es correcto afirmar que el proceso de las independencias latinoamericanas haya sido un ciclo de revoluciones sociales –es decir, burguesas «antifeudales»–.
Claro que hubo cambios sociales, pero en esencia se trató de una secuencia de revoluciones políticas. Es decir, burguesas anticoloniales. La embrionaria burguesía criolla, propietaria ya de importantes medios de producción, decidió enfrentar (militarmente) a la Corona española solo cuando comprendió que esta no negociaría ninguna concesión de autonomía real. El objetivo de los padres de las naciones americanas con esta cruzada emancipadora no era el bienestar de la plebe sino sacarse la intermediación colonial de encima para comerciar directamente en el mercado internacional, principalmente con el pujante Imperio británico.
No se trató de revoluciones sociales porque, en definitiva, los sectores más fuertes de la burguesía criolla nunca pretendieron cambiar las relaciones de producción ni ampliar derechos democráticos para los oprimidos, sino arrebatar a los españoles el control de las instituciones políticas. En la jerga marxista, no querían un cambio estructural social sino en la superestructura.
En el plano estructural, con la sola excepción del caso haitiano, las independencias no cambiaron sustancialmente las relaciones de producción entre las clases sociales. Siguieron coexistiendo y combinándose desigualmente relaciones de producción precapitalistas y capitalistas como en el período colonial. La posición de las naciones latinoamericanas –incluido Paraguay– en el sistema mundial de Estados y en la división internacional del trabajo tampoco cambió –básicamente, continuaron siendo proveedoras de productos primarios–.
Las revoluciones independentistas en América son una expresión de la época en que la burguesía estaba dispuesta a destruir cualquier obstáculo al desarrollo del modo de producción capitalista. Esta tarea, en los siglos XVIII y XIX, significaba un avance económico y, hasta cierto punto, democrático. Pero entre todas las libertades individuales y derechos políticos que el joven liberalismo proclamó, la que realmente importaba era la sacrosanta libertad de empresa, fundamentada en el «derecho natural» a la propiedad privada.
Por eso, ninguna revolución burguesa, ni siquiera las más radicales, resolvieron todas las demandas de democratización. Y no podrían haberlo hecho, puesto que eran revoluciones al servicio de imponer la dominación de una nueva clase explotadora.
Algunas polémicas. Hay autores que, con la mirada puesta en la Revolución Francesa y en los casos europeos, niegan que las revoluciones de independencia del siglo XIX constituyan revoluciones democrático-burguesas.
Dicen, por ejemplo, que no existía burguesía nativa, una premisa errónea. Existía un sector criollo propietario de tierras, minas, dueño de esclavos y encomiendas, o dedicado a una parte del comercio y la usura. Obviamente, no existía una clase burguesa industrial o con las características del siglo XX o XXI. Era una facción todavía embrionaria de la clase dominante, incluso con buenas relaciones con los burócratas coloniales hasta la crisis terminal en la Península. Lo que esa facción local no poseía –y ese fue el problema que se dirimió con las armas– era el control del aparato estatal, esto es, el manejo del comercio exterior, el sistema fiscal y, por supuesto, las fuerzas armadas.
Retomemos el concepto. Si la principal misión de toda revolución democrático-burguesa es eliminar cualquier traba al florecimiento del capitalismo nacional, en las colonias esto significaba que la principal tarea para desarrollar plenamente una burguesía y un mercado interno nacionales consistía en liquidar la relación colonial. En términos marxistas, la autodeterminación nacional era una precondición para el desarrollo de las fuerzas productivas locales.
Entonces sí fueron revoluciones burguesas. No siguieron ni podían seguir el esquema de las revoluciones liberales «clásicas» de las naciones europeas: estas eran metrópolis, y las americanas, colonias. El caso de las Américas fue una variante: revoluciones democrático burguesas anticoloniales.
En las condiciones de una colonia, si bien los que más se beneficiaron con la independencia fueron los criollos propietarios, el fin del dominio metropolitano permitió una conquista más amplia: la emancipación de naciones oprimidas, como un todo, de la dominación extranjera.
Por descontado, cada clase o sector de clase entró en esa lucha nacional con intereses sociales contrapuestos. Los intereses de la alta burguesía nativa no podían ser conciliados con los intereses de los llamados sectores populares. Este fue el telón de fondo de las divisiones de clase dentro de las «fuerzas patriotas», por más que en diversos momentos se hayan concretado amplios frentes policlasistas contra el colonizador.
Hay quien niega, por otra parte, que fueran revoluciones porque, expulsados los europeos del poder, primaron los elementos de continuidad con el periodo colonial. Esto implica no entender el proceso: no existen revoluciones «puras». El paso de un Estado colonial a Estados burgueses nacionales no significa que en esos nuevos Estados independientes no permanecieran resquicios jurídicos o institucionales del viejo orden español. En Paraguay y otras antiguas provincias, por ejemplo, sobrevivieron la esclavitud negra, las reducciones de indígenas o el cuerpo normativo de Las Siete Partidas. Como lo nuevo siempre emerge y se entrelaza con lo viejo, en todos los casos hubo elementos de continuidad. Pero este aspecto formal, sin carecer de importancia, no define el proceso, no es cualitativo. Lo determinante es que el Estado metropolitano perdió el control político de las colonias.
Otro argumento, común entre los autores liberales, es que la crisis de la independencia hizo retroceder el comercio, y que con ello se esfumó la prosperidad de las últimas décadas de la Colonia. Primera pregunta: ¿prosperidad para quiénes? Segunda: si el criterio es el volumen del comercio, ¿era preferible seguir siendo una colonia regida por las tenues reformas de los Borbones?
El propio Dictador Francia respondió este problema en 1818, cuando amonestó a uno de sus comandantes de frontera diciéndole: «nunca se llama, ni puede llamarse causa común al tráfico mercantil. Prescindiendo de esto, los americanos en el día llamamos y entendemos por nuestra causa común la libertad e independencia de nuestros países de todo poder extranjero o extraño […]» (5).
La negación de las revoluciones del pasado tiene como objetivo político en el presente instalar la idea de que todo cambio radical es nocivo. Lo cierto es que la burguesía, ni bien pudo consolidarse como clase dominante, pasó a temer su propia época de oro, sus propias revoluciones. Su cobardía es proporcional al poder que concentra.
En suma: las naciones americanas se autodeterminaron políticamente. De colonias pasaron –no sin crisis– a ser Estados burgueses nacionales «en formación». Esto representó un hecho progresivo colosal. Este cambio político allanó el camino para cambios económicos que se fueron concretando, de forma más o menos tardía, en cada ex territorio colonial. Para hacernos una idea, en Paraguay, la abolición formal, esto es, jurídica de las encomiendas ocurrió en 1812; la de las reducciones de indígenas en 1848, y la de la esclavitud negra recién en 1869.
Es fundamental, para estudiar con propiedad las particularidades de cada caso, comprender la esencia del proceso, tomarlo como un todo. Si bien toda revolución social, por su alcance, es «política», no toda revolución política es social.
Un último apunte. Paraguay no fue una isla durante el siglo XIX, como predica el nacionalismo. Su suerte estaba ligada a la resolución de esa lucha general. Esto significa que, sin la victoria de la revolución continental de independencia, simplemente no existiría el Paraguay independiente.
Publicado originalmente en El Suplemento Cultura de ABC Color
Notas:
(1) La Revolución Francesa asestó un golpe mortal tanto al imperio colonial francés, con consecuencias inmediatas en Haití –la primera revolución negra triunfante y el proceso anticolonial más radical–, como –a través de la invasión napoleónica de 1808, que derrocó a los borbones e inició un proceso de crisis irreversible en sus posesiones americanas– al colonialismo español.
(2) Creydt, Oscar [1963]. Formación histórica de la nación paraguaya. Asunción: Servilibro, 2004, p. 126.
(3) Gorender, Jacob. O escravismo colonial. São Paulo: Ática, 1980.
(4) Marx, Karl. El Capital. Tomo I. Buenos Aires: Editorial Cartago, 1956.
(5) Oficio al Comandante de Concepción, 23 de junio de 1818. ANA-SH, Vol. 228, Nº 2.